A lo largo de la historia Argentina hemos sido testigos del paso de un proyecto a otro, como un mero espectáculo, que paso a paso, sólo desnudaron la fragilidad y la miseria. Antiguamente, en la Grecia clásica, una forma de derrotar al enemigo era desterrarlo, tenerlo en constante movimiento, lejos de su casa, tierra, amigos, como si fuera una lenta muerte en vida. Paradójicamente, estas prácticas recomendadas en guerra, también nos resultan familiares, en épocas donde la política llama al diálogo y a la paz. Sin embargo, en la era del consumismo, la virtud moral por excelencia es el deambular por los shoppings, atados a la inflación y suba del dólar.


No obstante, este deambular si es brusco, termina visibilizando la insensibilidad moral. Es decir, el universo economicista-mercantilista invita a los países a realizar constantes cambios en busca de una modernización con el objetivo de acelerar más la producción. Así como los sueños del viejo molinero hacia el corazón del trigo, buscan el aroma del pan, y el viñatero a la uva va, los sueños de nuestra niñez no nos deben desesperanzar. La persona debe primar sobre la modernización y no lo novedoso sobre la persona. En épocas donde las góndolas están calientes es óptimo el volver a la esencia.

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No hay que tenerle miedo al cambio, pero hay que ver si ese esfuerzo exigido es viable.

¿Serían relevantes hoy en día Ortega y Gasset, Nietzsche, Marx. Maquiavelo, Cicerón o cualquier otro autor profundo? Tal vez este pensar sería considerado por la mayoría como inexistente, ilusa y distante. No obstante, la incapacidad para pensar las cosas, el no poder ser valorado, respetado, ataque, ninguneo, resultan ser la bandera de estos tiempos. Sin embargo, para enarbolar la insignia de la estabilidad que es la creadora de certidumbre, necesitamos distinguir dos cosas: Una, la de la interioridad, ello es la significancia o el sentido que tienen las cosas para nuestras vidas; Otra, la de la sola exterioridad, de lo que están compuestas las cosas, antes o después de nuestra existencia. Con respeto a la primera podemos decir que se necesita decir la verdad de las cosas y no es alentador anunciarle al pueblo ajuste tras ajuste. Anteriormente, por ejemplo, se construían basílicas para lo eterno, ahora se construyen moradas para sobrevivir. Y, cuando caemos en la especulación de las cosas, derrapamos en ser parte de una historia que no queríamos tener. Es decir, una sociedad con espíritu, es una cultura que respeta al otro. Crea epopeyas, héroes quijotescos que luchan contra molinos de viento. Es una sociedad donde el cambio se construye de abajo hacia arriba. El dirigente que logra resultados óptimos para el conjunto de la sociedad. Al intelectual valorado. La esclavitud abolida. La imposición de ideas, a veces terminan alimentando más al ninguneo, y a una violencia extrema, que destellan un sinfín de prosas autocomplacientes. La espiritualidad valora más la interioridad a las risas. El sacrificio a lo permisivo. El interior se templa cuando la gente se siente valorada, querida y cuidada.


En cambio, la sola materialidad de las cosas, es la que crea al hombre objeto, que puede ser descartado, ciudadanos de primera y de segunda, en donde el problema que tenga un sector no interpela, la división, trabajo inestable, y cuando se especula con sueños.


No hay que tenerle miedo al cambio, pero hay que ver si ese esfuerzo exigido es viable. La exterioridad parece rozar al extremo cuando las manifestaciones resultan sólo un síntoma natural de la enfermedad de la resignación. La angustia por si sola no sirve para nada si no canalizamos ese dolor en tener fe y esperanza para ser grandes portadores de promesas.