La forma de hacer política en Argentina sobresale por su singularidad, pero en sentido negativo, si se la compara con la de otros países. La diferencia radica en que aquí se caracteriza por el lenguaje marcado por la confrontación, los aprietes y la agresividad.

Por otra parte, está la táctica oficialista de tergiversar la realidad mediante la sistemática enunciación de medias verdades. Su correlato es un juego de opuestos, en el que cualquier alteración del actual estado de cosas conduciría a tragedias del pasado con las opciones de crecimiento con inflación o recesión; desborde de gastos discrecionales o ajuste ortodoxo; subsidios indiscriminados o exclusión social; intervencionismo estatal o capitalismo salvaje; clientelismo político o desempleo; inseguridad o desborde policial; corrupción o maniobras destituyentes. Todo sin escalas ni proporciones, de ahí que para evitarlas se justifique cualquier medio, incluso debilitar instituciones o desconocer derechos y obligaciones elementales.

La perspectiva indica que el oficialismo no está dispuesto a reconocer sus errores, lo cual hace difícil la posibilidad de corregirlos y la oposición, encerrada en sus internas, tampoco ha logrado elaborar un discurso alternativo que proponga cómo resolver lo que critica.

La miopía política impide que se forme conciencia de que el mundo le está ofreciendo a la Argentina una oportunidad increíble para seguir creciendo y resolver los problemas internos sin sobresaltos ni crisis. Es evidente la falta de grandeza para solucionar errores y hacer mejor lo que está bien. Hace falta que nuestros políticos dejen de mirar su propia parcela y observen la realidad de un país que demanda espíritu de grandeza y generosidad.