Un matrimonio de ancianos que vivía en una espaciosa vivienda y que gozaban de una buena situación económica, no se llevaba muy bien y discutía constantemente. En una casa contigua, y mucho más pequeña, vivían hacinadas 5 familias de escasos recursos a quienes jamás se los escuchaba reñir. La señora mayor sentía la irresistible curiosidad de saber cómo hacían sus vecinos para convivir armoniosamente. Por ese motivo, decidió buscar un pretexto para visitarlos; fue a pedirles un poco de azúcar.
Una muchacha que estaba lavando la vajilla la recibió amablemente y la hizo pasar pidiéndole que se sentara para esperar a la dueña de casa. Desde un dormitorio se escuchaba a un bebé que lloraba, y la chica que estaba lavando fue corriendo a ayudar. En ese momento entró un abuelo cansado cargando bolsas con mercadería, y se sentó sobre un trapo mojado que dejó la muchacha sobre la silla. La chica cuando volvió, le pidió disculpas por haber dejado el trapo allí, expresándole que era su culpa de lo que pasó. Pero desde una habitación apareció una joven cargando a un bebé, y le dijo al abuelo que la otra joven no tenía la culpa, sino que ella misma no era una buena madre por no saber hacer callar a su bebé, y por eso alarmó a la muchacha poniéndola en apuros. El abuelo dijo que ninguna de las dos jóvenes tenía la culpa, porque él debió haberse fijado dónde se sentó. Desde un rincón de la cocina una abuela, que estuvo sentada allí todo el tiempo, les dijo que ninguno de ellos tenía la culpa, sino ella misma porque estuvo observando todo lo que sucedía y no dijo nada.
Cuando volvió a su casa, la señora mayor le explicó a su marido cómo toda esa gente hacía para tener una convivencia feliz, armoniosa y pacífica a pesar de vivir en condiciones edilicias y económicas más desventajosas que ellos.
Como un hombre que quiere sostener indefinidamente un vaso lleno de agua en su mano; las naciones, las familias y sus individuos que experimentan una circunstancial prosperidad material, se derrumbarán si no aprendemos, como los personajes del cuento, a ser estrictos observadores de los propios defectos, y al mismo tiempo, a valorar las virtudes ajenas.
¿Qué puedo yo hacer para aplacar mis calamidades familiares? Dar el buen ejemplo a mi esposa, a mis hijos y a mis vecinos. ¿Qué puedo yo hacer para reducir la tragedia de la mortalidad de accidentes en la vía pública? Ser paciente, cordial, respetar las señales de tránsito y saber esperar. Estos pocos ejemplos son una manera de comenzar a transformar a nuestro mundo.
Los hombres necios les temen a las consecuencias, los sabios les temen a las causas. Es menester que cada uno de nosotros, en lugar de pensar, actuar y sentirnos como meras marionetas del destino, dejemos de ser un efecto de algo anterior y nos transformemos individualmente en una causa que produzca nuevos efectos, para modificar positivamente nuestra realidad.
(*) Interprete, traductor, docente.
