"... los veinticinco del último mes del año, un niñito toda pureza, constantemente renovado de afecto y ternura, nos mira con premoniciones de eternidad..."


Aunque este año doloroso y crucial que nos ha tocado en suerte se vaya entre silencios, despedidas inesperadas y esperanzas forzosas, la Navidad nos vuelve a arrimar al abrazo y al casi inevitable lagrimón, invitando entre bambalinas a seguir viviendo y del mejor modo.


Todo parece reunirse esa noche fantástica en torno a nosotros, aunque hay que decir que el Dueño del Santo no suele estar presente en esos momentos en los brindis, la comida, los recuerdos. De todos modos, creo que en el festejo, la exaltación de esa noche de la víspera, en el brillo de los ojos que miran extasiados a los hijos y los nietos o a la vejez gloriosa y apacible de la madre sentadita en un rincón, en alguna carcajada que se esfuma entre luces y guirnaldas, está presente, tan implícito como vivo, Aquel que en esos momentos no nombramos.


La Navidad es todo eso, hace ya infinidad de años, una mesa grande donde se sienta la vida a realizar inventarios, cicatrices y amores; donde, a las doce campanadas, hasta el más áspero, el más triste o el más solo se emocionan, lloran fantasías derogadas y amores conseguidos, sombras y candelas abandonadas en el camino y miran con el mejor flanco del alma las sendas a emprender desde las doce y algo, a pesar de algún pellizco al corazón que viene desde el pasado. Todo es mejor en Navidad; la felicidad y la melancolía tienen asiento y hora, allí han puesto sus reales para siempre, pero de un modo mágico, como los retazos de vida de un calidoscopio. 


Por un senderito azul que se desespera de vida y amores, surca la noche enamorada un trineo repleto de sueños nuevos y canciones ingenuas que se repiten desde antaño. A la vera de este escenario incomparable de la emoción, esta coincidencia milagrosa del amor universal que únicamente se repite los veinticinco del último mes del año, un niñito toda pureza, constantemente renovado de afecto y ternura, nos mira con premoniciones de eternidad y esa mirada que interroga y guía debiera ser suficiente para aspirar a ser mejores. Sueños e ingenuidad, desde un mundo exigido por emboscadas, intolerancia e injusticia, son los mejores argumentos para comenzar una nueva y mejor vida todos los veinticinco, cuando alguna iglesia cercana nos arrima desde su mejor cielo la sinfonía de su campanario.

Por Raúl De La Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete