No me refiero al encarcelamiento de blogueros o la censura impuesta a la comunicación digital en regímenes como China y Cuba, sino a las consecuencias legales y éticas impredecibles que en una democracia pueden tener una simple frase en Twitter o un comentario desafortunado en Facebook.

Antes, esos riesgos solo los asumían los periodistas profesionales, pero ahora también los pueden confrontar los usuarios de Internet como sucedió la semana pasada en Veracruz, México, donde un maestro y una ex funcionaria fueron detenidos y procesados por divulgar rumores en Twitter y Facebook sobre una escuela bajo ataque de narcotraficantes. Aunque pudiera tratarse de una violación a la libertad de expresión, el pánico generado entre padres de familia llevó a una jueza a aplicar la ley sobre el incentivo al terrorismo y el desorden social, delitos penados hasta con 30 años de cárcel.

La misma vara se usó en Guatemala. Un tuitero fue acusado en 2009 por generar pánico financiero al pedir a los ahorristas que retiraran el dinero de un banco. La estampida no ocurrió, pero el juez aplicó una ley que penaliza con tres años de cárcel a quien divulgue información falsa o inexacta que menoscabe la confianza de los clientes. Por cargos similares, dos usuarios de Twitter fueron procesados en 2010 en Venezuela y otro fue acusado de instigar para delinquir contra el presidente Hugo Chávez.

El mayor riesgo es que los usuarios desconocen cuestiones legales básicas o se creen seguros tras la sensación de anonimato que ofrecen las redes sociales. Pero lo cierto es que son consideradas como cualquier medio de comunicación tradicional, tal lo demostraron los jueces en México, Guatemala y Venezuela. Hasta pueden ser fácilmente monitoreadas cuando se cree que sirven para delinquir o para amplificar un insulto.

Las leyes tampoco diferencian entre periodistas e informadores ocasionales o aficionados. Es más, los periodistas gozan de mayores protecciones que un tuitero independiente, por cuanto están amparados bajo el secreto profesional, respaldados por empresas periodísticas, y guiados por manuales de estilo, códigos de ética y asesoría legal. Y si aun los profesionales a menudo confrontan juicios y cárcel, es fácil advertir la vulnerabilidad y riesgos a los que se exponen los usuarios de redes sociales.

Los gobiernos todavía no arremeten contra ellos en forma directa y prefieren la censura indirecta de Internet, obligando, por ejemplo, a compañías de servicios o motores de búsqueda a cortar los servicios, como sucedió en Argentina el mes pasado. No obstante, puede que en el futuro usen la legislación para restringir directamente si las nuevas tecnologías mejoran y permiten burlar filtros y controles. En Latinoamérica ya abundan normas restrictivas, como las de desacato en Ecuador que blindan a Rafael Correa y las autoridades de las críticas; los decretos de Chávez en Venezuela que permiten limitar el uso de Internet o los criterios de los jueces brasileños, proclives a defender el derecho a la intimidad de funcionarios corruptos por sobre principios de libertad de expresión.

Por otra parte, aunque Twitter, Facebook y otras redes sociales han expandido el sentido de comunidad, también son usadas para provocar daño, propalar vulgaridades, rumores, falsedades y para difamar. Por eso, para quienes no tienen esas intenciones y son conscientes sobre el poder de la comunicación, se hace necesario que conozcan y respeten las leyes, sin descuidar los criterios éticos informativos para evitar errores con efectos indeseados.