Fermín era uno de nosotros, del grupo de amigos del barrio. Delgadito, de baja estatura, morocho, de poco hablar; pero cuando decía algo, se le notaba en las escasas palabras que no hablaba al cuete; como si sentenciara y con poquito expresara casi todo. 


Solía llegar a los picaditos casi a última hora, porque tenía que ayudar a su madre viuda a vender el pan y las semitas a domicilio. Cargaba el enorme canasto de mimbre roído sobre la escualidez de su hombrito de doce años y pregonaba por las calles cercanas a su humilde domicilio u otras más alejadas, cuando la demanda se ponía escasa, como siempre nos ha ocurrido en este país generalmente de bolsillos flacos, cuando promedia el mes. Se retiraba de la canchita antes del anochecer, cuando el partido aún no terminaba, porque concurría a la escuela nocturna, desde donde llegaba presuroso y dicen que se tiraba extenuado a su catrecito pensando que no le sobraban horas para el descanso, porque el pan se hornea a la primera madrugada.


Fermín era bueno, como el pan dorado y murmurante que tibiamente lo acompañaba desde el oculto rito de su canastito vendedor. Recuerdo que una vez sacó de su bolsillo de pelusitas las últimas monedas de la semana y se les dio a un viejecito que pedía en una esquina céntrica. Jamás olvidaré la imagen de la mano temblorosa de ese hombrecillo de últimos años rogando alguna ayuda y la lección que aprendimos al ver que sólo lo auxiliaba la gente más pobre, una jovencita de guardapolvos remendado y Fermín. 


Un día Fermín apareció de alma reluciente montado en una bicicleta usada que había logrado comprarle la madre para que no tuviera que caminar más de veinte cuadras para ir al colegio y hacer su trabajo. Se le resbalaba por los cachetes relucientes la alegría y sus ojitos bailaban desde el brillo llameante de la emoción. Sólo atinó a decir: "fue mi mamá". ¿Quien iba a ser?; pero él quería reconocer ante nosotros la bondad de aquella esforzada compinche de la vida con quien compartía esa dignidad de ser alguien desde el orgullo de vivir con el sustento bien ganado y la seguridad de una mano protectora que lo arropara al dormir.


Un día de agosto, cuando se retiraban los últimos fríos, nos convocó en la canchita. Paró el partido en su mejor momento y con los ojos llorosos y carraspeando nos avisó que se iban del barrio porque se les terminó el alquiler y el propietario necesitaba la casita; que el nuevo domicilio sería muy lejos de acá, que vendría a visitarnos.


Nunca más supimos de él. Nadie pudo dar noticias de su paradero. La canchita quedó manchada por una de esas nostalgias que tajean, que habitan todos los rincones. Hasta que un día, muchos años después, de mi vecino salió un médico de blanco guardapolvos y maletín y me abrazó. Soy Fermín, dijo. Lagrimeando, de reojo buscó la inexistente canchita; pero los recuerdos hablan más que las ausencias.

Por Dr. Raúl De La Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete