"...El fatigado almacenero toma un pliego de papel de estraza... y comienza su rito de doblarlo... con destreza por los extremos, como si armara una enorme empanada".


Tendría yo unos 7 años. Con el billete de 5 pesos apretado en la mano como un tesoro, espero mi atención. Un kilo de azúcar y medio de harina y en la carnicería medio kilo de puchero con hueso, encargó mi madre. El carnicero corta los huesos con su larga sierra de mano, afila el enorme cuchillo con destreza y yo no puedo separar de mi mente el reto y la preocupación de mi madre, la semana pasada, por haber perdido en el camino los cinco pesos que me dio para la compra diaria. A los años comprendí que era algo importante para el sueldito de un empleado público raso. 


Inolvidable y reconfortante la fragancia de esencias y cosas viejas con que mi mente registra la imagen del almacén aquel y que recupero en cualquier otro de pueblitos alejados de las ciudades. 


El fatigado almacenero toma un pliego de papel de estraza; con el puño le hizo un hueco al medio; busca la puruña debajo del mostrador y con ella extrae la harina morocha que deposita en la cavidad y comienza su rito de calcular el peso con las pesitas de bronce; luego, dobla el papel con destreza por los extremos, como si armara una enorme empanada. Tiempos de la mercadería suelta y los grandes tarros de galletas, de las anotaciones con lápiz Faber en la libretita grasosa. De aquel legendario almacén de la calle Correa (hoy Cabot), en el Barrio Rivadavia, con el cambio de casa mi memoria pasó al de Avenida Libertador casi Victoria (hoy Urquiza). La imagen bondadosa de Doña Vicenta rodeada de sus hijos Eugenio, Vicente y Mario, al frente del almacén y verdulería cubrió de luchas y dignidades el viejo edificio de Libertador, que aún sobrevive a una historia de inmigrantes que vinieron a sembrar dignidad en esta tierra junto a vecinos que armaron su vida noble en días de fiebre, golpes de Estado y navidades, en barrios como aquel y ninguna adversidad del país les impidió obtener futuro sólo trabajando.


Desde una página con aroma de esencias y color antiguo como el papel de estraza, un niño que ha llorado a mares ante su primer traspié, me mira indudablemente feliz desde el rincón de un almacén con balanza de bronce y puruña. Su corazoncito casi virgen va marcando con su pincelito carmín los minutos de una tarde que se mece en las rodillas del viejo barrio y que me entrega una posta con una crónica de muchos más triunfos que pérdidas. La vida en suma. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.