Franklin Rawson dejó su legado artístico a los sanjuaninos.

 

Volvió a su casa con un fuerte dolor de cabeza. El malestar lo tiró a la cama y el espasmo de las náuseas le parecía salir del espinazo. La fiebre aumentaba y el sudor pegaba los mechones ralos a la amplia frente. Todos temían por la salud de Don Franklin, más con la peste que devoraba a Buenos Aires. Él, sin embargo, demasiadas veces había sentido que se le terminaba el mundo y había vuelto a nacer como el Fénix. Benjamín Franklin Rawson nació hace doscientos años, el 29 de marzo de 1820, en San Juan. Llegó a completar la dicha de un hogar surgido a las apuradas, aunque con todo para ser feliz. Era el matrimonio entre la niña de una familia acomodada y un médico cirujano de la Armada de Estados Unidos. La venida del primogénito, y además varón, terminaba de cumplir todas las expectativas sociales del siglo XIX. Pero como también la desgracia entra en la casa de los justos, su madre murió de parto. Franklin apenas alcanzaba los dos años y su hermano Guillermo aún no caminaba. Un día no estuvo más. Sin entender nada, debió nacer hacia una vida totalmente distinta, en la que siempre faltaría el amor de su madre. La ausencia eterna y el dolor de no tener en la memoria recuerdos de ella.

Se crió en un hogar modesto y sin vicios. Aprendió a leer y a escribir con una caligrafía impecable, adornada sutilmente y admirada por su hermano. Junto a los primeros trazos también se iba formando su bajo perfil, sin llamar la atención, casi taciturno. Siendo un jovencito, Amadeo Gras se acercó a la casa a retratar a su padre. Fue el primer contacto con un pintor y su técnica, aunque no pudo aprender demasiado fue la chispa reveladora a mitad de la penumbra. Se dio a luz en él su esencia más genuina: ser artista. Pintar, mostrar el mundo sobre un lienzo y en colores, sacar tantas emociones apeñuscadas y prestárselas para siempre a sus personajes. Con cada uno volvía a nacer y a hacerse inolvidable. Era el asombro del gobernador Maza ante lo inevitable, la calma de Benavides, la nostalgia de dejar su tierra en la huida del malón, la sonrisa misteriosa y esquiva de la niña Sánchez y los ojos de su hermano que miran y en los que lograba verse como a través de un espejo.

A los 27 años se casó con Paz Mendieta. Los hijos tardaron en llegar pero volvió a nacer con cada uno de ellos. Era verse en esas manitos, las pequeñas miradas que absorbían el universo y los sueños realizados en esa otra existencia. La fiebre aumentaba y el dolor lo dominó por completo. El delirio no le permitía distinguir entre lo real y lo imaginado. Temió que fuera el fin pero sabía que ya estuvo muerto. Murió el día que el pequeño hijo de más de un año falleció a pesar de los cuidados y aún no queriendo, Franklin volvió a nacer. Se reinventó, volvió a la vida, pintó sus mejores cuadros y se acostumbró de nuevo a los vacíos que jamás se llenan. 

Benjamín Franklin Rawson murió de fiebre amarilla en 1871. Su esposa resistió dificultosamente ver a su Franklin tomar vuelo como aquella cometa que escapa a pesar de los intentos por retener su hilo. Murió sin saberlo, como vislumbrando que volvería a nacer desde la gloria. Mil veces y una más, en el asombro de los ojos profanos que admiran en su obra lo que la vida tiene de sublime.

 

Por Vanesa Téllez
Historiadora