El análisis del presente obliga al hombre a parangonarlo con el tiempo pasado porque la construcción hacia adelante requiere pensarse por lo que fue, no para cargar pesadas mochillas sino para superarse y enderezar caminos que le llegan torcidos. Sin embargo, no todo es tan simple como oscila en el pensamiento y la problemática individual encuentra la perspectiva en superaciones colectivas que no siempre se ofrecen a flor del camino que transitan las comunidades. Una característica común de nuestro presente, es que los diagnósticos de todas las disciplinas comienzan a definirse en torno al miedo: el hombre moderno desde Magallanes a la Quiaca vive con miedo y las madres, ese ser amoroso, tierno y protector del hogar, hace tiempo ya perdió el sueño.
Cuando destejemos la historia argentina en sus últimos 200 años advertimos que la incógnita sobre el futuro acechó siempre la ventura de nuestra sociedad en su constante tarea hacedora. Pero, más allá de las historias negras enmarcadas con títulos y nombres, el pico ascendente de la evolución del joven país superó esos miedos devenidos por antagonismos políticos, sociales o religiosos o crisis económicas. Incluso las luchas y la guerra por la emancipación y la liberación arrojaron como conclusión el fortalecimiento del espíritu patriótico y ciudadano resaltando el afán por seguir construyendo la incipiente sociedad. Concretamente, la comunidad como tal, desde sus distintas posiciones y compartimentos supo diferenciar al adversario y distinguir al enemigo, signo vital de toda lucha.
La nuestra hoy, es más confusa y difícil de entenderla. La Argentina de hoy es tremenda en el vasto sentido de la desmedida que ha colmado de temores el paso que sigue desde el inicio mismo de cada emprendedor invadido por la angustia. Esta inseguridad que se instaló por doquier enlaza sutilmente la inventiva humana como parte insoslayable de un mal que atenta contra la naturaleza del ser porque le inmoviliza y detiene en su andar creativo y trascendente.
El ciudadano soporta con notoria debilidad, ya casi sin estoicismo, la encrucijada atormentadora que le ha confundido dentro de sus fronteras con el grave vaticinio que no alcanza a definir su enemigo. El miedo descubre en la violencia y la inseguridad los signos negativos de la relación, pero no acierta a definirle al enemigo cuando duerme debajo de la cama para sorprenderle y arrebatarle la vida de los hijos. Al no poder definir al enemigo cuando el ciudadano decente la defiende -esa vida única- por sí mismo desde su impotencia por observar al Estado indolente, ese argentino desesperado porque no quiere que le arrebaten su tiempo termina siendo víctima de una ley que entre tanto barullo se montó en el inciso para favorecer al mal.
El problema argentino no es tanto económico. El problema es moral, y el miedo que le robó el sueño a las madres adormila a millones de valientes en la peor drogadicción de la esperanza, cuando se trunca en la degradación que impide albergar un sueño reparador por los hijos que vendrán.
