La fragancia de pájaro bobo todo lo inunda. La tentación por entrar es enorme. Le limpio el polvo con unas ramas y me siento sobre el único y deteriorado banco que ha quedado en el andén. A mi espalda, un pequeño hall con dos clausuradas ventanillas para la venta de boletos transpira un áspero olor a ausencias. El espíritu de la estación se ha quedado enredado en las telarañas, resistiendo recuerdos.

Como en esos sueños en los cuales uno se despierta angustiado o llorando, me acomodo de pronto en mis primeros años y siento en los oídos el cortante silbato del guarda anunciando la partida de la formación. Los vagones comienzan a quejarse de antiguas heridas, al arrancar despaciosamente, como todo aquel que deja algo atrás, y toman el camino de la tarde polvorienta. La gente del pueblito precordillerano, vestida con galas de fin de semana, saluda con pañuelitos de alas. El humo azul de la antigua máquina se enreda en las aventuras de la brisa. Chau, Lelo, no le mezquines carbón a la caldera; hay que llegar sobrado a Cañada Honda. El martes te esperan los tuyos con el amor florecido, en el humilde hogar de la calle Santa Fe.


Los pueblerinos se quedan charlando un rato en el andén, como si la ceremonia hubiera sido muy escasa y podían extenderla con sus comentarios, como si ese instante de fiesta es poco para un fin de semana esperado con ansias, o es que vale la pena lucir un poco más la ropa elegida para ese importante momento.


Siendo a mis espaldas que dos ventanillas que se cierran con sendos golpes huecos y no sé si eso ocurre ahora o en mi pasado infantil perfumado de ruidos y grandes sueños. Creo ver que el guarda sacude su gorra gastada, mientras radiantes campanadas cercanas de la parroquia del pueblo se suben de prisa al domingo, antes de que se les vaya como pañuelito húmedo en las oraciones. Alguien (el guarda o un sereno que renguea) han golpeado una enorme puerta, que se despide de todos cerrándose como ostra al pasado.


El último gorrión ha tomado la ruta del crepúsculo y con su flechazo de aleteos se desvanece en su vino morado. Con su huida comienzo a caer en la melancolía de la realidad. Todo lo que me circunda son sombras y abandono. Ruinas han quedado al costado de vías que todos los días pierden una costilla. Ruinas que se esconden bajo la chirquilla como gatos asustados. Ruinas fue la decisión que mandó suprimir los trenes. 


Sobre un tapial semiderruido, con letras azules, alguien alguna vez pintó: "Vótenme, no los voy a defraudar".