A partir de su fundación en 1562 y hasta entrado el siglo XIX, San Juan no había dejado de ser una aldea de calles polvorientas, donde se destacaban el cabildo y la iglesia principal. Los sanjuaninos que la habitaban tenían una vida apacible, sin mayores sobresaltos. Este tranquilo panorama sólo podía ser alterado por dos fenómenos naturales: las crecidas estivales del río San Juan, y los frecuentes temblores que azotaban estas tierras. San Juan, tierra de desiertos y montañas, es donde Sarmiento, único historiador de su infancia, relata parte de su vida, legándonos sabrosos y significativos datos y anécdotas.

Hijo de don Clemente Sarmiento y doña Paula Albarracín un 15 de febrero de 1811 nace Faustino Valentín Sarmiento, este último nombre sería reemplazado por el de Domingo debido a la fuerte devoción familiar por el santo. El joven Domingo crecería en un ambiente familiar siendo seguramente el regalón de la familia ya que se crío con cuatro hermanas.

Su padre, arriero, baqueano y trotamundos, viajaba permanentemente y tenía ingresos irregulares. Doña Paula se hace cargo prácticamente sola de la manutención de la casa, para los cual trabajaba desde el amanecer hasta la noche en la fabricación de ponchos, corbatas, pañuelos, y entre otras cosas un tejido llamado "anascote" destinado a los hábitos de los frailes. La situación era difícil, es así que Sarmiento recuerda cuando su madre lo priva de asistir a la fiesta de San Pedro, muy popular en la época y organizada por un cura pariente de la familia, con el sólo argumento de que el niño no dejara traslucir por su atuendo la angustiosa precariedad del hogar. En otra oportunidad, su padre, que acompañó al General San Martín en su campaña a Chile y luego de la batalla de Chacabuco; le encomiendan el regreso a la ciudad de San Juan con los prisioneros de guerra, llegando a fines de febrero de 1817. Ante el gentío y bullicio producido por evento de tanta trascendencia, Sarmiento, de seis años, parte presuroso hasta la casa del gobernador Ignacio de la Roza, vestido con una camisita que era su único ropaje, pasa por debajo de barrigas y pescuezos de caballos para correr a sentarse en la falda de su padre al cual hacía varios meses no veía, el gobernador lo alzó en brazos mientras dura la entrevista.

Una de las personas que ayudó en la crianza de todos los niños de la casa fue una zamba criada en la familia llamada la Toribia, la envidia del barrio según palabras de Sarmiento, fue el brazo derecho de la madre, hábil y predispuesta para cualquier quehacer doméstico. Sarmiento recuerda que de pequeño la trataba de sorprender al regreso de la escuela con un pedacito de pan escondido introduciéndose distraídamente en la cocina para soparlo en el caldo gordo del puchero, pero por más que emprendiera veloz carrera este osado movimiento le costó que un enorme cucharón de madera se estrellara más de treinta veces en sus frágiles espaldas.

Con cuatro años el pequeño Domingo aprende a leer con la ayuda valiosa de uno de sus de sus tíos, el sacerdote José Eufrasio Quiroga Sarmiento, hombre de muchas virtudes que logra de su sobrino una precoz lectura en voz alta y con buena entonación y lo llevan casa por casa para oírle leer cosechando gran cantidad de roscas, pasteles, abrazos y elogios.

Durante su tiempo libre Sarmiento recuerda las caminatas que realizaba por el paseo de la alameda en compañía de su madre y señala que no participaba de juegos infantiles por los que nunca tuvo afición, pero se entretiene explotando sus habilidades de buen dibujante. Aprende a copiar calcando sotas y figuritas de San Martín a caballo y dibuja rostros de santos con aceptables resultados.

Por afición a fabricar y dibujar santos, su madre lo cree con vocación sacerdotal, además en la familia hay varios clérigos y frailes y su madre lo educa pensando en que alguna vez vista el hábito. Es monaguillo de su tío José y a veces se entretiene en la capilla de Santo Domingo en predicar ante otros muchachos e imitar la misa que la sabe de memoria.