"En la playa húmeda mimada por pequeñas olas, un muelle que había envejecido por castigo del tiempo le semejó una calle...''.

Se animó y le dijo a la muchacha que caminaba a su lado: "¿Puedo acompañarte unas cuadras?'' Y le salió tan dulce que ella dijo sí.
Y discurriendo, primero sobre bueyes perdidos y al final sobre cosas más cercanas, cuando se despidió de ella le preguntó si podría volver a verla y se fue contento, silbando bajito una vieja canción calabresa que canturreaba su abuelo.


La vida, ese huerto de madreselvas y hojarasca, los unió para siempre. Los prunos y durazneros se encargaron de sus primaveras. Pero "para siempre'' no siempre es así, aunque se lo ansíe desde lo más puro del corazón. Pasaron momentos de dicha y algunas tormentas (el diablo puede meter la cola hasta en el sitio de los abrazos). Y cuando esos días que los acunaban como besos de Dios y todo sugería que eran felices, un nubarrón se les puso al medio y decidieron, con gran dolor, entrar en la ausencia. Eso es duro en la madurez, y a veces ni la experiencia puede reparar heridas por más simples que fueren. Y es más duro cuando, dirimida la cama común, tomando cada uno su valijita de sueños para esconder sollozos en separados lugares del mundo, no se puede elaborar la seguridad de haber hecho lo que correspondía, de haber agotado la tolerancia y resignar, incluso, algo casi esencial para salvar el amor, para guarecerse con dignidad. 


Ella se fue lejos; a lo mejor para evitar los titubeos del arrepentimiento; a una islita del sur de Italia, muy cerca de la sensual Calabria del abuelo de él.


Un día lluvioso, él tomó sólo un bolsito con algunos pertrechos íntimos y dos poemas que le había dictado la soledad y fue a buscarla, sabiendo que todo estaba roto; todo menos la memoria. Era un día de sol límpido; una de esas tardes que parecen detenerse un instante a mirarse hacia adentro para sonreír o llorisquear, vaya uno a saber. Habían pasado más de veinte años desde la ausencia y hasta las iglesias habían cambiado. Todo va siendo arrasado por el tiempo, todo menos la nostalgia y las viejas canciones, como ésa que canturreaba su abuelo calabrés.


Él no sabía si ella aún habitaba la ignota islita del humilde sur de la legendaria Italia. Pero hasta allí fue, con la sola espina de que en esos extraños lugares mojados por el mar, confines solitarios, era casi seguro que no la encontraría; pero pasearía por las calles donde ella paseó su madurez y su actual vejez, si es que aún vivía; donde ella meneó su vestidito de azucenas y su sonrisa de rocíos. 


Mientras caminaba, alzó la vista hacia el mar. En la playa húmeda mimada por pequeñas olas, un muelle que había envejecido por castigo del tiempo le semejó una calle. Por ese desfiladero gastado de atardeceres y sueños de pescadores, una mujer delgada que venía hacia él levantó la vista y le miró el alma. No cualquiera es capaz de hacernos eso. Se acercó a ella y, sin dudarlo, le propuso: "¿Puedo acompañarte unas cuadras?''

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