Jamás hubiera imaginado que le iba a causar tanta angustia la salida del último tren. No pudo remediar ese sentimiento el hecho de que él le prometiera que volvería al mismo sitio en unos 5 años, cuando lograra juntar unos pesos para casarse, trabajando día y noche en esa extraña ciudad de Europa, lavando copas que otros llenaban con champán. Entonces, en derredor del viejo edificio él sospechaba que habría nuevas casitas llenando los vacíos de los baldíos sombríos y el anciano operador del andén ya estaría jubilado y habría colgado su ajada gorrita gris.


El tiempo nos ayuda a encargarse de las cosas. El país se fue tiñendo de oscuros lunares como puñaladas en los lugares donde pequeños pueblos habían crecido al costado de las estaciones. Pueblos fantasmas se les comenzó a decir. Como si lo que antes fue lenguaje y sueños de la gente simple, crepúsculos con silbatos demandantes, corridas por el andén persiguiendo la última sombra del que se iba, ventanillas de viejo roble, trochas de esperanzas, de un plumazo se hubiera convertido en la nada. 


El abandono y la dura espalda de quienes dieron la orden de desahucio de familias y sentimientos, puso todo en el rincón del desaliento. Las callecitas enripiadas que conducían a la iglesia comenzaron a ahuecarse como quien se hunde en el olvido. La vieja parroquia cerró sus atardeceres hacia la fe. Todo se fue convirtiendo en cenizas que hablaban, huellas que sangraban, veredas que seguían caminando quimeras cada vez más lejanas.


Desde un extraño pueblo de la prodigiosa Europa, él optó por dejar de escribir sus extensas cartas en las que volcaba unas gotas de perfume. Lo hizo como estrategia, para que la vuelta fuera más bella, retocada de sorpresa. Un día -quizá de otoño-, ya con unos pesos en su bolsillo, se largó para estas tierras, no sin antes escribirle que un sábado que eligió como si fuera una corbata de fiesta, la buscaría por el andén de la vieja estación, como quien busca a un tesoro, a algo entrañable. 


Paradita en el centro del primitivo escenario donde antes el país dejó caer saludos y violetas, donde todos los fines de semana las muchachitas paseaban sus blusitas de seda simple aquellas casi gloriosas jornadas de fiestas pueblerinas, lo esperó. Él corrió por el fantasmal andén vacío, vaciado, sentenciado; desde el pecho que no olvida escuchó los silbatos del guarda, el rechinar del tren frenando, los murmullos de la gente que bien podía reír o llorar, el olor acre del humo gris, el abrir y cerrar de las puertas de los vagones. Sintió todo eso y con ese bagaje de cosas perdidas se acercó a ella y la abrazó como quien espera en el abrazo encontrar todo un pasado que había muerto, para revivirlo desde la magia del amor. Pero todo un mutismo donde podían encontrarse a llorar todas las ausencias, se le tiró a los pies y le salpicó en heridas la realidad. Vaya a saber cuánto tiempo la tuvo apretada al corazón; cuántos lagrimones cayeron sobre el espeso vertedero donde había "sólo telarañas que teje el yuyal", como en la imagen del tango. 


A las espaldas de ambos, la brisa tibia del sábado iba despeinando en una pared una leyenda que día a día se moría y que con su indigna muerte salpicaba vergüenzas: "vótenme, no los voy a defraudar".