"En el fondo toda búsqueda tiene un solo fin: reencontrarnos con nosotros mismos". Esta frase que alguien escribió parece perdida en una ciudad de miles de habitantes aplastados por urgencias, necesidades y expectativas. Los entendidos dicen que en el curso del día actúan sobre el individuo, en una ciudad, centenares de estímulos tales como el ulular de una sirena, el ruido de motores, afiches callejeros, fotografías o artículos de un diario, la atención a un semáforo, voces de personas etc. La intensidad de ese bombardeo de imágenes, sonidos y percepciones sensoriales es tan abrumadora que el hombre termina por abandonar lo más preciado de su yo: la individualidad. Pero estas mismas influencias inevitables encierran otros peligros: el de provocar estados y formas de alineación colectivas. ¿Cómo hace el individuo en esta situación para enfrentar los factores distorsionantes, cuando a los ya enumerados se agregan problemas familiares, económicos, laborales, sentimentales o de alguna enfermedad? ¿A qué arbitrios recurre para clarificar su criterio, saber lo que quiere y a dónde quiere ir? Como la meditación y la reflexión son generalmente, y en la época actual, conceptos marginales especialmente para los jóvenes, muchas veces opta por el sometimiento, es decir entregarse a ser gobernados por su medio circundante o distintas formas de evasión. No siempre se hallan fórmulas para determinar maneras más o menos afortunadas de escapismo. Es por eso que en nuestro siglo ha avanzado un hábito que aceleró vertiginosamente adeptos en todo el mundo: el consumo de drogas.

El definitivo y áspero símbolo de esta situación lo sabemos cuando vemos o leemos que niños de nueve años consumen drogas por el solo hecho de imitar a amigos o compañeros de escuela mayores que lamentablemente lo hacen. Por encima de la labor policial o médica hay un problema de fondo: la decisión de incursionar en los "paraísos artificiales". Este mal ya extendido alcanza a generaciones enteras, no se trata de casos individuales sino de un fenómeno de raíz colectiva. En la juventud es una especie de suicidio social que practican y asumen hasta las últimas consecuencias. No es difícil comprender que este fatal auge encarna un nuevo síntoma de corrupción y crisis. De una crisis de valores que los lleva a enmascarar su ingreso en el infierno con proclamas místicas o estéticas, porque consumir drogas no es sólo un lento hundimiento en la locura de un vicio horrible, sino, además, una manera colectiva de negar valores y sepultarlos en esos desplantes. Entiendo que el problema es de naturaleza eminentemente social y la amenaza de reprimir y combatirla no es la mejor. Es indispensable adentrarse en las causas que los precipitan a ese abismo. Se trata de devolverles una fe que parecen haber perdido, valores que han olvidado y de ofrecerles una salida luminosa a sus angustias e inconformismos. Ante semejante panorama también son esenciales otros métodos de persuasión: una febril campaña antidroga en la que se proyecten en lugares públicos mediante eslóganes y afiches, las imágenes quizás crueles, con los rostros de las víctimas, gratifiquen las consecuencias de esta plaga, alerten a los niños y jóvenes, y procuren "crear" conciencia. Considero que viéndolas de manera repetida puedan recapacitar y recuperar la fe que hubieran perdido. La represión ayuda a un mayor encono y rechazo al mundo. Los adultos, especialmente a los líderes les corresponde, además, decirles: si crees que parte del mundo es indeseable o indecente, por favor, no contribuyas a esa indecencia.

(*) Escritor.