Mucho han tenido que ver en las grandes transformaciones de las sociedades, los jóvenes y los intelectuales. En esas instancias que se produjeron constantemente como parte de la vida de los pueblos, la incidencia de la educación ha sido notable y jugó antes y después de esos ciclos un rol trascendente y gravitante. Sin embargo, la historia nos muestra que si algo ha sido divergente en nuestro inmenso globo terráqueo ésa fue la educación, influida por las creencias religiosas y políticas desarrolladas en los diferentes marcos culturales, colmando a la humanidad de una vasta y lógica diversidad, manifiesta en el ámbito propio de un país o nación, como así también, cuando se extiende la mirada a la región que le contiene como Estado parte. Esa diversidad suele demorar o impedir la integración de sus comunidades.

La evolución tecnológica y científica le ha permitido al mundo estar informado al instante y tener mayor conocimiento de otros pueblos más allá de las distancias. Ya nadie ignora que en la diversidad se hace difícil la integración social y comunitaria si desde los Estados no se establecen senderos comunes que amarren lazos también comunes en medio de exacerbadas diferencias de todo orden y nivel. Diferencias éstas a veces irreconciliables, estimuladas por prédicas con falsas premisas impuestas y promocionadas desde autoritarias maneras de gobernar y mezquinos intereses para concebir la vida y las relaciones humanas.

No todo ha sido tan negro en este aspecto. A partir de la década del 90, la exigencia natural de una realidad incontenible comenzaba a direccionar un tiempo nuevo, consecuente con la prédica constante de eminentes líderes que durante 200 años bregaron en Latinoamérica a favor de integraciones regionales como el modo de superar conflictos y eternas vicisitudes. En esta etapa progresista comienza a desarrollarse un nuevo concepto que en su momento pareció caer en saco roto por la indiferencia de los gobiernos del sur americano. El punto de inflexión de los dos siglos de historia tiene su origen en la idea de inclusión. Ni siquiera la Unesco imaginó la trascendencia de aquel término que sin definirlo conceptualmente en su verdadera dimensión, lo inscribía en el foro internacional celebrado en la ciudad de Jomtien de la hermosa Tailandia, en 1990, cuyo propósito era promover una educación para todos. El objetivo se centraba en una educación que ofreciera satisfacción de las necesidades básicas de aprendizaje al tiempo que desarrollara el bienestar individual y social de todas las personas dentro del sistema de educación formal.

Cuatro años después, la declaración de Salamanca adscribe ampliamente a esta idea y pone énfasis en la urgencia de impartir la enseñanza a todos los niños, jóvenes y adultos, con y sin necesidades educativas especiales dentro de un mismo sistema común de educación. Salamanca iba más allá al generalizar la inclusión como principio central, guiadora de la política y la práctica en la construcción de una educación para todos.

La inclusión, como concepto teórico de la pedagogía, confió a la escuela la manera práctica que resolvería en un principio la diversidad. El término nuevo que se incorporaba a la labor docente pretendía reemplazar a otro término que ya estaba impuesto en la tarea educativa pero que no había producido los resultados requeridos: la integración. Como paradoja de esa intencionalidad, el término inclusión no sustituyó al de integración, sino que en la década del 2000 se extendió también fuera del ámbito educativo forzado por la demanda social y la decisión política de algunos gobiernos que se dejaron determinar por la nueva realidad socio-política de esta región que con tantos desatinos y complejidades sembró, alguna vez, España y Portugal.

Hoy, después de muchos intentos, la integración comienza a ser una realidad tangible, pregonada en los más variados foros culturales y de las ciencias políticas, donde el término inclusión se ha transformado en un brazo indispensable de esa integración para entenderse no sólo culturalmente, sino considerando la calidad de personas, cuyas diferencias accidentales no deben impedir compartir la vida.

Argentina se ha transformado en vanguardista liderando en esta porción del continente esta revolución pero -¡cuidado!-, mucho cuidado con la incoherencia y las contradicciones que delaten la aviesa intencionalidad de lucrar con la conveniencia. La más hermosa inclusión que puede dignificar al género humano en su verdadera dimensión es el respeto a la vida desde la concepción. La inclusión es el primer derecho que trae el bebé debajo del brazo de ese otro derecho que es el derecho de nacer. Sin esa comprensión que nace del amor, ni usted, ni yo, ni ninguno de nosotros hubiésemos tenido el privilegio de abrir los ojos a este mundo maravilloso, que nos pertenece por derecho propio tan sólo por el hecho de haber sido concebidos alguna vez.