Durante las últimas décadas, Brasil y Chile se han diferenciado del resto de América latina, por su notable y sostenido crecimiento, gracias a la calidad institucional del Estado y del sistema político.

Diferente es el caso de Argentina, que tuvo cinco años de alto crecimiento pero como un efecto cíclico, carente de equilibrio convergente, estable y sostenido. En Brasil y Chile el crecimiento a tasas estables produjo efectos tangibles como el desarrollo urbano, el acceso a un estilo de vida de clase media y también consecuencias menos percibibles a primera vista, pero importantes a largo plazo: mejorías notables en la educación y en la salud pública.

Pero lo más llamativo del éxito de estas naciones latinoamericanas, es que se destacan el plano institucional, según el último informe del Foro Mundial. Chile y Brasil vivieron hasta hace pocas décadas procesos institucionales traumáticos. Los resolvieron con democracia, respetando las reglas de juego y consolidando la división de poderes. Por eso hoy sus instituciones lucen vigorosas, las estructuras estatales funcionan, y la gobernabilidad no está en discusión.

En nuestro país, en cambio, preocupa el diagnóstico de la calidad institucional. Se ha profundizado la desconfianza en el gobierno para resolver problemas, en la falta de respeto a la independencia de la Justicia y en un mayor descreimiento del Congreso.

La calidad institucional es una repetida frase del Gobierno nacional, pero en nuestro país sigue ausente un compromiso genuino de acciones para honrar esas palabras.