Este día es la jornada del silencio y de la espera. No hay funciones litúrgicas, para que se note más el vacío, la ausencia de Jesús. La Cruz que hemos adorado solemnemente ayer, sigue revelando aún hoy el esplendor del Padre. El que ayer colgaba del madero, hoy descansa en la tumba. Al verle sin sangre en su cuerpo le decíamos con el Autor anónimo de estos versos: "No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte, clavado en una cruz y escarnecido. Muéveme ver tu cuerpo tan herido, muéveme tus afrentas y tu muerte. Muéveme al fin tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera''. Al ver su rostro lleno de sangre y heridas, descansando sobre el seno maternal de la Virgen, a punto de ser sepultado y con la impresionante Coral de J.S. Bach, decimos serenamente: "Con lágrimas depositamos tu cuerpo sobre el sepulcro y te invocamos a ti. Descansa suavemente, descansa en paz. Que tu sepulcro y tu tumba sean un blando lecho para la conciencia angustiada y un lugar tranquilo para mi alma. Duerme en paz, duérmete en los brazos de tu madre, para acariciar el regazo de tu Padre''.


Lo que sí hace la Iglesia hoy, es acompañar a María Dolorosa en su soledad junto a la Cruz, y luego cerca del sepulcro. Ella simplemente "estaba''. En este contexto de dolor, es cuando experimenta que se hace realidad la profecía anunciada por el anciano Simeón: "¡Y a ti misma, una espada te atravesará el alma" (Lc 2,35). Ella no se encontraba junto a Jesús el Domingo de Ramos. No escuchó los "¡Hosannas!'', ni las otras aclamaciones victoriosas de la multitud, ni presenció la entrada triunfal en Jerusalén. El retrato evangélico final de María, es la terrible escena del Calvario, donde permaneció serenamente de pie al lado de la Cruz. Allí se asoció con ánimo maternal a su sacrificio, compartió amorosamente la inmolación, y aceptó del Hijo moribundo, como testamento de caridad divina, ser la Madre de todos los hombres. Ella vio a su Hijo morir lenta y dolorosamente, como indica el evangelista Juan (19,25-27). Y cuando el cielo se oscureció, sostuvo el cuerpo muerto de Jesús, entre sus brazos temblorosos, pero seguros. La Madre, en aquel momento, es la expresión magistral de la perseverancia como manifestación de una fe que no tiene tantos cuestionamientos como la nuestra, sino docilidad plena, como fue siempre la de ella. Un himno litúrgico de la Iglesia, encierra el misterio de este día: "Estaba la Dolorosa, junto al leño de la Cruz. ¡Qué alta palabra de luz! ¡Qué manera tan graciosa, de enseñarnos la preciosa, lección del callar doliente! Por tu dolor sin testigos, por tu llanto sin piedades, Maestra de soledades, enséñame a estar contigo''.


El misterio que hoy recordamos me hace pensar cuando una madre viene a nosotros, sacerdotes, pidiendo ayuda para sobrellevar el dolor por la pérdida de un hijo. Para no pocas de ellas, en sus vidas se ha borrado el sentido. Explican el vértigo que sienten, y con cuántos deseos esperan ellas mismas que la muerte concluya su tarea. Hacen preguntas, golpean con sus manos cerradas ante el muro del misterio. Y hasta pareciera que ya no les queda ni llanto. Ante esta realidad sé perfectamente que todas las palabras son inútiles. Me ocurre lo mismo cuando voy a un funeral: lo único que puedo hacer es estar junto a los que sufren y permanecer callado. Porque ante la muerte de un ser querido, todo suena falso. María con su testimonio hoy en el Calvario, es la "Madre Coraje''. Recuerdo que mientras estudiaba en Roma, los medios de comunicación italianos, durante dos días consecutivos, mostraban el "coraggio'' de una mujer cuyo hijo había sido secuestrado y asesinado, pero que aparecía perdonando a los raptores y asesinos de su primogénito. ¡Ah!, sí: la vida es una larga paciencia y el desaliento es una gran cobardía. Un alma no puede quedar maniatada por una injusticia. Sí, es cierto: la gente que dice que pierde la fe, es que no la ha tenido nunca. Trabajar por el éxito, sólo por el premio, es sepultarse. Es bueno, sí, que lleguen de vez en cuando, porque el corazón humano nos lo hicieron de carne y no de acero. Pero uno debería vivir como las llamas de fuego, que nunca se preguntan si es importante o no lo que están quemando. Que la Madre del Salvador nos eduque interiormente a "sufrir de pie'' y con el corazón envuelto de tierna esperanza, para que nunca se quiebre y tenga latidos siempre. Gracias Madre, porque en tu soledad de corazón sigues siendo Maestra elocuente.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández