"...Carlitos baja los escalones y la gente que él sabe que no pudo entrar le pide una canción. Desenfunda su alma generosa en una sonrisa indoblegable envuelta en madreselvas y se larga a capella...".


Las imágenes en blanco y negro de las redes sociales lo muestran mirando emocionado al horizonte, minutos antes de despegar su avión de Medellín, donde al poco trecho el fuego devoró al mismo fuego; las alas crujientes entreveraron la muerte y los tangos en la tierra sorprendida que lo ungió zorzal y voz infinita. Con el diario del lunes podríamos descifrar la imagen de esa emoción, truco fecundo de llanto y despedida, en recitales triunfales de cuerdas y canciones.


Años antes, Carlos Gardel había estado en San Juan cantando en el Teatro Cervantes, bella arquitectura frente a la Plaza Veinticinco, que luego remesones de furia destrozaron un 15 de enero. Juro que lo vi salir de ese teatro donde mi padre no tuvo resto en el bolsillo para entrar, como esa muchedumbre que se agolpó en sus escalinatas lustrosas. Y digo que lo vi porque la juventud de mi padre y su pasión por el tango no me dejarían mentir, porque sus relatos casi aventura sobe ese momento se me incorporaron tanto que hoy me veo, asustado, atado a su mano temblorosa que nunca me soltó, en una odisea de sueño y recuerdo tan bonita como la realidad. 


Carlitos baja los escalones y la gente que él sabe que no pudo entrar le pide una canción. Desenfunda su alma generosa en una sonrisa indoblegable envuelta en madreselvas y se larga a capella desenrollando un verdadero recital, luego de haber dado otro en ese recinto de oro y frisos que el terremoto se llevó como se lo llevó a él en Colombia, el destino traicionero.


No ni loco suelto la mano casi infante de mi padre. Mi niñez de fascinación y asombros transita una anticipación al recuerdo del futuro, como imaginaría el vuelo de Borges con sus geniales pasadizos-acrobacia de la mente y el tiempo. ¡Cómo voy a desfallecer ahora, aunque el tango Silencio me meta de prepo en llantos parecidos a desmayos! Estoy ahí e imagino que alguna vez, en alguna tardecita de algún lugar que descifro ocurre en San Juan y más allá de aquí, podré cantar y construir canciones, esos idilios de notas que se enamoran. 


Hoy, este anochecer que me encuentra fecundo en nostalgia y palabras elegidas, con toda una vida adentro y afirmado en el costado del pecho para prolongarla, me inspira, y si no construyo algo lloraré esta noche arrepentido. Lógico, si he estado escuchando a aquel que cada día canta mejor y tengo el empecinamiento de recibir de él y de su epopeya los mejores trajes del alma.


Juro que estuve con Gardel. No sólo porque su perdurable acento casi perfecto y su emoción incomparable le permiten canciones cada día mejores que nos acometen emociones, sino porque mi padre no me ha soltado su mano fresca desde aquella noche cuando fuimos felices con un recital a capella en las escalinatas de un escenario que tampoco ha muerto.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.