En este tiempo de Cuaresma releo el poema de Borges “El remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer// No he sido feliz”. Y me pregunto sí yo lo he sido. No hablo de la felicidad como la suma de momentos felices, sino de la felicidad como un bien superior que el alma humana anhela alcanzar. Felicidad, que en términos aristotélicos resume el vivir virtuoso alejado del exceso y del mal.

Me pregunto, ¿por qué vuelve a mi mente este soneto que nos invita a mirar hacia el pasado con los ojos cargados de melancolía? Porque Cuaresma, pienso, es eso: tiempo de miradas hacia adentro y conversión.

PREPARANDO EL ALMA

Efectivamente, la Cuaresma es el tiempo litúrgico de penitencia y conversión, que nos va preparando para la Pascua, donde celebramos la resurrección de Jesucristo. Es tiempo propicio para cambiar y ser mejores, para renacer y volver a empezar. Este año he decidido, como dice San Josemaría de Escrivá, “a que no pase este tiempo como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro” (“Es Cristo que pasa”, 59). Los frutos de la Cuaresma tienen que verse en nuestra vida y en nuestros actos. Es tiempo de preguntarnos qué debemos cambiar para volver a Dios. Esa pregunta debería interpelarnos, más allá de nuestra fe o ante la ausencia de ella. Siempre es tiempo oportuno para intentar ser mejor persona, por uno mismo y para los demás. El otro, el que he dejado herido en el camino, también espera mi Cuaresma. Aunque sea por él, procuraré convertirme. Y ello, implica arrepentimiento y cambio. 

EL PESAR

Esa mirada hacia el pasado y hacia adentro puede producirnos dolor. El pesar puede conducirme ante las fronteras del arrepentimiento en la medida en que me permite sentir mi falta. Si no me duele el otro, es difícil que salga a buscarlo nuevamente. Con ese pesar o dolor propio del remordimiento entro en la zona de la moral. El pesar aquí es como un grito de alarma del valor dañado por mi falta. Y ese grito no es anónimo. Tiene rostro, el de mi hermano herido. Sí el otro realmente me importa, ese dolor es como una mordedura (de allí la palabra remordimiento) que nos tortura el corazón después de haber hecho el mal. El remordimiento conlleva un sentimiento de culpa o angustia por una acción propia que puede dañarnos a nosotros mismos o a los demás. Pero este dolor o mordedura que aplasta la conciencia ante el peso de la falta, puede replegarnos aún más en nosotros mismos y quitarnos fuerzas para la lucha. Debemos salir de ese círculo vicioso que es el remordimiento. No nos libera el volver obsesivamente sobre la falta. Nuestra libertad sigue atada a ella. Tenemos que dar un paso más: arrepentirnos y cambiar. Sí de verdad queremos ser felices, debemos volver al camino del bien y de la virtud. El arrepentimiento supone asumir las consecuencias de nuestros actos moralmente reprochables y comprometernos a no volver a cometerlos. El arrepentimiento tiene que llevarnos hacia el próximo paso: autotrascendernos y cambiar. La conversión moral es una especie de autotrascendencia al volver a elegir el camino del bien, superando nuestros límites y debilidades. La Felicidad está en eso. No es fácil, pero vale la pena intentar que la felicidad nos roce. Ojalá en esta Cuaresma, el agua deje su huella en las piedras. 

 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo