Este domingo concluye el ciclo dominical con textos extraídos del capítulo 6º del evangelio según san Juan. Asistimos a un epílogo dramático de todo el discurso del Pan de Vida (Jn 6,60-69). Algunos han pensado que este lenguaje era duro, y dejan solo a Jesús. Dirigiéndose a los apóstoles, él los interroga: "¿También ustedes quieren irse?". A lo cual responde Simón Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". Es como decir: "Tan solo tú tienes palabras que dan vida a la vida". En ese momento, los apóstoles hacen una elección definitiva por Cristo. Esta elección será permanente y para todos ellos, hasta llegar a dar la misma vida en la muerte, excepto Judas. Escuchando el evangelio de hoy, somos invitados a renovar nuestra opción por el Señor, pero también por la Iglesia. Nuestra reflexión se centrará en base a la segunda lectura. Leamos una parte de la misma: "Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia. Este es un gran misterio. Y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 25-32).
En la afirmación del apóstol san Pablo: "Cristo amó a la Iglesia", subyace una pregunta: "Cristo ha amado a la iglesia. ¿Y vos?". Con frecuencia se escucha decir: "Cristo si; la Iglesia no". En algunas partes del mundo existe un término inglés que se emplea para designar este tipo de creyentes: son los "unchurched Christians" ("los cristianos sin Iglesia"). Más que criticar o rechazar esta actitud, deberíamos esforzarnos por entenderla, para ayudar a corregirla, y si es posible, superarla. Uno de los principales equívocos reside en que, cuando se dice "Iglesia", se entiende "el Papa, los obispos, los sacerdotes"; es decir, la jerarquía. La Iglesia no es solo esto, como la Argentina no son sólo sus gobernantes. La Iglesia es el "pueblo de Dios", es decir, la comunidad de los bautizados. El Concilio Vaticano II lo ha afirmado con fuerza: ¡La Iglesia somos todos nosotros, y todos tenemos obligaciones para "con" ella, pero también derechos "en" ella!
Si logramos comprender esto, cambiará nuestro modo de ver y juzgar a la Iglesia. Si uno mira desde afuera los vitrales de una antigua catedral, sólo observará trozos de vidrios oscuros unidos por un sello de plomo. Pero si entramos en la catedral y contemplamos los vitrales desde dentro, a contraluz, quedamos maravillados por el espectáculo de colores y de formas diversas. Quien la mira desde afuera, como transeúnte externo, con los ojos de no creyente o de enemigo, sólo observará miserias. Pero quien la contempla desde dentro, con los ojos de la fe, sintiéndose parte de ella, verá aquello que contemplaba san Pablo: ¡un grande y maravilloso "misterio"! Otro equívoco se basa en la no distinción del cuerpo y del alma. La Iglesia, como todo organismo viviente, tiene un cuerpo, más o menos bello, joven, atrayente, pero también un alma. Su cuerpo es la realidad visible y social, hecha de personas, ritos, tradiciones, leyes y con una historia, no siempre irreprensible a sus espaldas. Su alma es la salvación de la que es portadora: el Espíritu Santo. Así como no es posible, en una persona, matar el cuerpo y mantener en vida sólo el alma; del mismo modo no se puede aceptar sólo a la Iglesia invisible y espiritual, rechazando su expresión visible e histórica. Sólo al final del mundo, el bien y el mal serán separados definitivamente en el mundo y en la Iglesia. Hacerlo antes, significaría no sólo destruir la cizaña, sino también el trigo. Gracias a Dios que es así. Como señalaba el escritor francés Gustave Thibon: "Si en este mundo sólo existiera el mal, ¿quién se resignaría a seguir viviendo? Y si sólo existiera el bien, ¿quién se resignaría a morir?".
A veces escuchamos decir: "Pero la Iglesia es incoherente y cuenta con muchos escándalos en su interior". Es verdad, y hay que reconocerlos sin términos medios. Pero Dios ha decidido manifestar su gloria y omnipotencia a través de la debilidad e imperfección, incluidos los "hombres y mujeres de la Iglesia". El escritor escocés Bruce Marshall decía que "el Hijo de Dios ha venido a este mundo y, como buen carpintero que es, ha recogido los trozos de madera más imperfectos que encontró y construyó la barca, que es la Iglesia, la cual no obstante todo, hace dos mil años que navega en el mar del mundo". Basta pensar quiénes fueron y qué hicieron los que Jesús eligió: Judas, Pedro y el resto. A Jesús no le interesa tanto que sus pastores sean "perfectos", sino que sean "misericordiosos y fieles". Las manchas y arrugas que tiene el rostro de la Iglesia, todos se las hemos procurado. Como conclusión, volvamos a la pregunta del principio: "Cristo ama a su Iglesia. ¿Y vos?".