Me gusta el planeta con su horizonte celeste, dispuesto siempre a abrazarnos, pero también me ensimisma ese oleaje de sueños que nos alientan. Ese mar de la vida en perenne movimiento, que moviliza el corazón y nos recluta a navegar por los abecedarios de los sentimientos. La calma absoluta no es norma en nosotros ni en nada de lo que nos rodea. No estamos para destruirnos. Hoy sabemos que la masa de agua absorbe alrededor del 30% del dióxido de carbono producido por los humanos, amortiguando los impactos del calentamiento global. También nos consta que esa concurrencia de suelos, requiere de esa biodiversidad natural. El actual modelo de desarrollo, tan injusto como cruel, nos viene dejando sin alma. Indudablemente, nunca es tarde para rectificar. Comencemos por fortalecer ese innato espíritu campestre cuanto antes. Veamos la manera de no defraudarnos. El verso de la creación no puede marchitarse a nuestro antojo. Necesitamos otras luces menos interesadas. La sabiduría de los relatos armónicos del tiempo, nos reconoce esa voluntad respetuosa con todo lo que nos rodea, ese buen uso de la composición que es lo que nos da memoria, ese ánimo creativo de generosidad y entrega hacia la mística del universo. Todo esto ha de reconducirnos hacia otros lenguajes, más en coherencia con esa comunión oceánica liberadora, que nos hace levantar los ojos y mirar hacia los verdaderos horizontes existenciales. Por desgracia, mayormente los dominadores del planeta son los grandes falsificadores. En consecuencia, urge regresar a esa legión de auténticos servidores, convencidos de que la mayor regeneración humana debe comenzar por nuestras propias actitudes, más respetuosas y responsables con la naturaleza, incluso con nuestra propia identidad. Quizás tengamos que entender de otro modo la política, las finanzas y hasta nuestros propios estilos de vida, arcaicos y opresores a más no poder, que dificultan cualquier alianza entre la humanidad y el ambiente. Sin duda, se requieren de otras fortalezas más cooperantes y persistentes con el planeta, lo que nos exige una modificación de tácticas. Persuadido de esa profunda conversión interior, tan conciliadora como reconciliadora, el desafío consiste en asegurar otros cultivos más considerados con toda vida, sin dejar a nadie al margen, cuidando nuestro propio cordón umbilical con la naturaleza y atendiendo a recoger las experiencias vividas por nuestros predecesores. La espiral de los maltratos alcanza a la madre tierra y no desiste entre las personas. Nos merecemos otros desvelos; por ejemplo, nuestro afán contemplativo, al menos para no quedar vacíos y desilusionados. Sin duda, debe de hacernos bien despertar a esa dimensión pedagógica, con actitudes y acciones confluentes y benévolas, al menos para calmar tanto grito deshumanizador y vergonzoso. En lugar de vendernos y de vendarnos los ojos, busquemos la forma de sentir de otro modo, menos voraz y más sereno, pues no hay mejor liturgia que los oficios de cercanía y de acogida entre individuos. Circunstancialmente, creo que ha llegado el momento de saber cómo diseñar otros rumbos más equitativos, que propicien los encuentros y no los encontronazos. Ojalá nos dispongamos a mitigar todo aquello que nos impide relacionarnos. Vivir juntos es comprenderse y entenderse. Dicho lo cual, orgullosos de nuestras raíces, puede que tengamos que hacer actos de humildad y ejemplarizar esa mano tendida. Concebirse vinculado a ese hogar común ya es un paso adelante. Lo nefasto es emanciparse de todo y retirarse endiosado del camino, llevándose lo material y no el hálito del himno. Pongamos, en todo caso, el hábito del amor en nuestro andar.


Hábitos culturales

Es público y notorio que esta cultura que hoy nos gobierna se ha vuelto estéril, borreguil y siempre al servicio del poder, no de las personas como tales; tampoco suele aportar nada nuevo, es más de lo mismo, únicamente sabe de espíritu lucrativo.

Víctor Corcoba Herrero
Escritor