Uno de la multitud le dijo: "’Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Jesús le respondió: "’Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?”. Después les dijo: "’Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Les dijo entonces una parábola: "’Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "’¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: "’Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años, descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: "’Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios” (Lc 12,13-21).

El texto que Lucas nos presenta es de un sorprendente realismo. El Señor no acepta la propuesta de enfrentar a un hermano contra otro, incluso bajo el pretexto de restablecer la justicia. Rechaza convertirse en árbitro respecto a mezquinas cuestiones de intereses entre las personas. Jesús advierte: "’Cuídense de toda avaricia” (pleonexía= del griego "’pléon”: "’más, aún más”, y "’éch?”, "’tener”: es decir, la sed de tener más). Con esta advertencia desea dar a entender cuál es la equivocación de ambos hermanos. La avaricia es una forma de idolatría, afirma san Pablo en su carta a los colosenses. Los hermanos del evangelio creen que los bienes terrenales son los "’más” importantes de la vida, ante los cuales todo lo demás pasa a un segundo plano. Pero el Maestro ya había advertido: "’Busquen el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás será dado por añadidura” (Mt 6,33). El joven del evangelio de hoy ha dado vuelta este orden. Por eso es que para ejemplificar y clarificar más aún, añade la parábola en cuestión. Antes de meditar sobre la misma, desearía señalar lo indicado en el libro del Eclesiastés, que es la primera lectura de la Liturgia de la Palabra de hoy, donde se nos presenta una especie de antífona que puede parecer pesimista y nihilista. "’Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. El término "’vanidad” traduce el vocablo hebreo "’habel/hebel”, que significa: soplo, vapor, humo, viento, nada. Este "’inmenso vacío” penetra también en las riquezas que el hombre considera como un indestructible fundamento sobre el cual edificar el propio futuro de felicidad y de vida. En la parábola es presentado un hombre rico que ha tenido una cosecha abundante, pero hay algo que impresiona: no hay nadie alrededor de este hombre. Ningún nombre, ni rostro, nadie en su casa, ninguna persona en su corazón. Es rico y se encuentra en el centro de un desierto. La riqueza crea un desierto de relaciones auténticas; las cosas sofocan los afectos verdaderos. Un hombre solo e infeliz, porque la felicidad depende de dos cosas: nunca puede ser solitaria y siempre debe ser solidaria. Es que está relacionada siempre a la generosidad como expresión de la gratuidad y del don. El corazón solitario se enferma y aislado se muere.

El hombre rico del evangelio se ha demostrado necio contando únicamente con la esperanza en las riquezas y organizando su vida alrededor de ellas. Se olvidó de la muerte y de Dios. En el fondo, no supo lo que es vivir, ya que la vida no es soltera, está casada con la muerte, la realidad penúltima, al decir del filósofo José Ortega y Gasset. Con su estilo de vida, el hombre de la parábola, alimentó la muerte dentro suyo.

Un día un visitante llegó a la celda de un monje en el desierto. Conversando le preguntaba, ¿cómo es que tienes tan pocas cosas en tu celda: un lecho, una mesa, una silla y una vela? El monje le preguntó a su vez: ¿por qué llevas tú tan solo una mochila? Porque estoy de viaje, dijo el peregrino. Y el monje añadió: "’Yo también estoy de viaje”. Frágil y precaria es la vida, pero no porque termina sino porque siempre se encuentra encaminada hacia la eternidad. Hay algo que podemos llevar con nosotros, incluso luego de la muerte: no son los bienes, sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos dado. Lo más importante de la vida no es tener bienes, sino hacer el bien. La generosidad no estriba en que me des lo que necesito más que tú, sino en que me des lo que tú necesitas más que yo. Cuánta razón encierran las palabras del escritor catalán Eduardo Marquina (1879-1946): "’Oro, poder y riquezas, muriendo has de abandonar, que al cielo sólo te llevas lo que des a los demás”.