Ya había acomodado en la gastada maleta que fue del viaje de bodas la ropa que había elegido llevarse, que no era mucha. Ella lo miraba como al descuido; ojos volados, rostro como de resignación a todas las cosas, incluso cuando advirtió, y no objetó, que guardara su blusita verde agua, que entendió se llevaba como simple recuerdo o glorioso recuerdo de una batalla común.


Como un pétalo se le calló una lágrima y aspiró profundamente el pañuelito que ella le acercó a su congoja; entonces se le inundó de su perfume la placita del pueblo donde la conoció. Niños de cera le corretearon el alma por aquella tardecita de un noviembre de lluvias. Cuando le preguntó por ella al hombre de los globos, éste le dijo que no se preocupara, que siempre llegaba a las siete a su banco preferido que alguien había señalado con un corazón.

"Ya había acomodado en la gastada maleta... la ropa que había elegido llevarse... Ella lo miraba como al descuido... incluso cuando advirtió, y no objetó, que guardara su blusita verde agua...".


Mimbre de valses apareció ella con su vestidito rosa. Todo se incorporó para saludar su belleza. Él le aseguró que recién llegaba. ¡Cómo decirle que se anticipó una hora a la cita, por las dudas!


Ese día la besó apresuradamente, cuando las primeras sombras se descolgaban desde los pájaros y la vieja palmera le hacía visera a la intimidad. Sería como las nueve de la noche cuando ella se fue.


Las nueve de la mañana era cuando él se fue de la casita donde construyeron un castillo hoy semi abandonado. Tomó el rugoso saco como quien alza un jirón de noche y se tiró vencido al medio de un caliente silencio.Y así como quien se aleja de un sueño donde se construyeron gorrión y volantín, se alejó lentamente de esa mano que ella le tendió como puente de ausencias, y salió del corredor donde un piadoso vacío le dijo adiós con un estremecimiento.


La mañanita de este distinto noviembre se incorporaba de trinos. El grito del cachivachero, amplificado en una bocina que se caía de vieja, lo sacó de sus cavilaciones. Enfiló por la vereda contraria, arrastrando la valija donde no sólo su poca ropa era símbolo (brumas espesas tintineaban adentro al compás de la melancolía). "Buen día, Don Lito", le dijo, recelosa, la vecina que algo sabía. Un barrendero trasnochado juntaba restos del viento con su escoba de palmera. El boliche reiniciaba perezoso sus espíritus del vino servido en potrillos. El chico de las semitas envueltas en mantel bordado lo miró para ofrecerle, pero un murallón espeso le impidió hablar. Dejaba atrás cuarenta años de vida, cuarenta años de amor, cuarenta años de derrumbe.


Muy pocos lo vieron después de su partida. Cuentan que se mudó a un pueblo alejado. Cuentan, cuentan, cuentan... Pero nadie sabe que cuando el reloj de pared de su casa da las nueve, él saca de una maleta cargada de nostalgias y olvidos una blusita verde agua y cada vez llora un poco menos.