Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete» Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él (Jn 2,1-11).


En los domingos precedentes hemos podido comprobar cómo Jesús se manifestó: a los Magos venidos de Oriente; en su Bautismo en el río Jordán, y ahora en un ambiente de fiesta en el que dos amigos de Jesús contraían matrimonio.  Basta leer el final del evangelio de hoy para corroborar lo que acabamos de afirmar: “Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea.  Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2,11).  No faltará quienes hubieran preferido que el Maestro hubiera realizado su primer signo en otro ambiente, como tal vez hubiera podido ser un funeral o una celebración litúrgica en el Templo.  Pero el evangelista Juan coloca la inauguración de la vida pública del Señor en el contexto de una fiesta de bodas.  En un ambiente donde prima la alegría. Su misión pastoral comienza en medio del gozo.  Es hora de comprender que Dios nunca quiere arruinarnos la fiesta de la vida sino permitirnos experimentar el valor del entusiasmo.  Lamentablemente con no poca frecuencia asociamos su presencia a los momentos de dolor o de dificultad en nuestra existencia.


En aquella época, la fiesta de casamiento duraba ocho días continuados.  Pasados los primeros, comenzó a faltar el vino.  La serenidad y la alegría de los noveles esposos, de sus familiares, e invitados, corría serio peligro.  Lo que debía permanecer para ellos como el más hermoso de los recuerdos, estaba por transformarse en una seria pesadilla.  Pero María es la que percibe las necesidades de los hombres, y anuncia a su Hijo: “No tienen más vino”.  Allí la Virgen se muestra ejercitando su función de mediadora maternal.  Es la que se coloca en medio, entre la carencia de los hombres y la presencia bondadosa de Jesús.  Recoge las limitaciones de la humanidad y se las presenta a Aquel que “puede hacer grandes cosas porque su nombre es Santo”(Lc 1,49).  Jesús se resiste al principio, pero cede después para cumplir el hecho prodigioso: “Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una.  Jesús dijo a los sirvientes: “Llenen de agua estas tinajas”.  Y las llenaron hasta el borde.  “Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete”.  Así lo hicieron.  El encargado probó que el agua se había cambiado en vino” (Jn 2, 7-10). El agua y las tinajas de piedra son, bíblicamente, signos de la Antigua Alianza; y el vino, símbolo del Evangelio.  “Seis” eran las tinajas, y ese número es la cifra de lo incompleto, de la imperfección, en oposición a “siete” que expresa la totalidad y la plenitud.  Jesús viene a revelarnos que lo que completa y lleva a plenitud es el amor.  El hombre ya no se sentirá más ligado a Dios por el vínculo del temor.  Es la Ley del Antiguo Testamento la que produce la tristeza de la Vieja Alianza, en la que falta el vino del amor.

   
¿Cuál es el remedio para cambiar en ciertas ocasiones, la rutina de la tristeza por el estreno de la alegría?  La respuesta es: hay que invitar a Jesús a la boda de la vida.  Si hace su entrada y permanencia en ella, a Él se podrá acudir cuando nos comience a faltar el entusiasmo de los primeros días. Y esto también se debe aplicar a los matrimonios en los que no pocas veces, el amor inicial, con el pasar de los días y de los años, se va consumiendo y apagando su llama.  Todo sentimiento humano por ser tal, es recesivo, tiende a agotarse y transformarse en una débil costumbre.  Y ésta, siguiendo la expresión de Shakespeare, “es un monstruo que devora y reduce a cenizas lo que encuentra”.