Era una familia de tres en un restaurante de Capital, hace dos domingos atrás como a las dos de la tarde. Una pareja joven con un nene de unos seis años. El pibe que entró a vender bolsitas de residuos era menor que el que se disponía al banquete. Se acercó a la mesa donde estaba la familia y ofreció lo que llevaba. La mujer, en un tono dulce, le pidió que se sentara a compartir una comida con ella y su familia. El nene titubeó, asombrado, pero se ve que tenía hambre y se acomodó lentamente en la silla, como quien pispea un vizcachazo y se prepara para esquivarlo. Con desconfianza. El hijo de la pareja, muy abierto al diálogo con su nuevo amigo y despojado de cualquier estúpido prejuicio adulto, le preguntó el nombre. El pibe respondió. Inmediatamente comió/tragó lo que le ofrecieron, pero pasados unos diez minutos -o menos- empezó a sentirse incómodo y se fue casi sin emitir sonidos. Agradeció. Claro, es que afuera lo esperaba una mujer -no me animo a decirle madre- enajenada con él por el lujo que se acababa de dar: comer sin compartir con ella. No le gritó, pero sus gestos eran evidentes. Mientras se iban ella le tocaba el pelo de manera llamativa. La mano subía y bajaba entre la suavidad y una rudeza contenida, como si las miradas de quienes estábamos en el lugar amortiguaran el golpe que ella ya tenía listo. Éramos muchos. Demasiado riesgo. Nadie quedó lo suficientemente satisfecho con la actitud de la muchacha, eso flotaba en el ambiente a pesar de que a nadie se le cayó una sola palabra. Todos cómplices, yo también, obviamente.


Con distintos actores y en escenarios distintos, esa escena se repite y se repite por decenas a diario en San Juan y, quizás, en muchas otras partes del país y del mundo. Al menos en Capital Federal, Córdoba o San Luis, ocurre. Yo lo ví. Y fuera del país creo no haberlo visto con tanta frecuencia, salvo alguna vez en Barcelona. Tampoco he viajado mucho. Evidentemente y desgraciadamente la cara triste y sucia de un niño aún es buena herramienta de venta en muchos lugares. Esta provincia está terminando su 2019 con excelentes notas en finanzas. Algunos pocos puntos de superávit primario en un país deficitario, es un logro que hay que aplaudir de pie. El gobernador Sergio Uñac acaba de superar cuatro elecciones de manera muy exitosa y ya arrancó su segundo mandato con un alto apoyo social y también político, ya que generó excelente vínculo con el presidente Alberto Fernández y goza de consenso y respeto no sólo en sus partidarios en San Juan, sino también entre la mayoría de los opositores, algo que no pasaba desde hacía mucho tiempo. Los empresarios sanjuaninos están un poco mejor que en el resto del país, o al menos eso les cuentan a los periodistas. No se sabe si lo dicen para quedar bien con el Gobierno o si es que la descripción se ajusta a la realidad. Pero es lo que manifiestan. En este marco la provincia elabora un plan estratégico llamado San Juan 2030, lo que de verdad es un bálsamo en medio de tanta improvisación. Es más, en el sitio oficial de ese plan se habla de "Desarrollo social y diversidad". Uno de los objetivos que se proponen en ese punto es el de "Profundizar las políticas sociales destinadas a niñez, adolescencia, maternidad, discapacidad, adultos mayores, grupos vulnerables y de riesgo social (alimentación, trabajo, educación, salud, vivienda, promoción, protección social, entre otras) para el desarrollo e igualdad, procurando su universalización". "Profundizar las políticas sociales destinadas a niñez...", asegura. Suena bien. Los tiempos no cierran mucho. 


La provincia ha hecho y hace esfuerzos para llegar a ese objetivo. Uno de ellos es el programa Mis Primeros Mil Días, que prevé la nutrición de los niños desde el momento de la concepción, lo que también implica una postura ideológica en tiempos en los que el país debate sobre si aprobar protocolos o modificar legislaciones para facilitar el acceso legal al aborto. Pero eso es parte de otro debate. Lo medular es que no podríamos llegar jamás a ese San Juan del 2030 si tenemos chicos que crecen con dificultades alimentarias, que es la razón de ser del Mil Días. Insisto: la macro parece que está encaminada.


Pero también existen esfuerzos individuales para ayudar a la niñez, que son importantes y urgentes, y cito un ejemplo: no hace mucho tiempo el juez de Paz Juan Carlos Noguera, del departamento 9 de Julio -en ese momento a cargo también de 25 de Mayo- emitió una orden para rescatar a los niños que pedían ropa en San Expedito y Difunta Correa. No sé cómo estará la situación hoy, pero al menos por unos meses los chicos dejaron de mendigar en ese lugar. Como en los famosos santuarios, el protagonista de la historia de estos párrafos -el pibe de la bolsita en un restaurante de Capital el domingo pasado- también podría recibir ayuda mientras la política elabora programas pensados a dos décadas.


En distintos organismos calculan que hay unas cincuenta familias que usan a los nenes para subsistir. La mayoría de esos chicos tienen menos de diez años o alrededor de esa edad. Más o menos el cincuenta por ciento de esas familias son gitanos, lo que complica muchísimo intentar ayudarlos. El problema con el que se encuentran en Desarrollo Humano, el Ministerio del Ejecutivo encargado de abordar esta problemática, es que no logran encontrar a los padres de los pibes, a pesar de que en su mayoría los esperan a dos cuadras; vigilantes como aves de rapiña. Los funcionarios identifican a los nenes, los llevan a hogares de tránsito a la espera de que los padres vayan a buscarlos. Los padres llegan, dan un domicilio ficticio y las asistentes sociales nunca los encuentran para seguir el caso con las familias. Los pibes vuelven a los días a la calle. Nadie en Desarrollo Humano habla del tema, pero una trabajadora de esa oficina contó que los hogares están destruidos y que sobran chicos. Como suena: sobran chicos. Hay un trabajo monumental que tienen que hacer en ese Ministerio.


Dicen que están preparando un programa nuevo que lanzan en unos quince días. Dicen que ese programa pondrá gente especializada para tratar cada caso. Dicen que crearán hogares específicos para estos chicos y que obligarán a los padres a declarar domicilio en la Policía, para evitar mentiras, porque si mintieran ante la Policía deberían enfrentar penas por ser un delito; una situación más compleja que la contravención de obligar a mendigar a menores. También dicen que trabajarán ofreciéndoles a los padres de esos pibes ayudas de distinto tipo, y que los amenazarán con quitárselos si es que no cambian de actitud. Quisiera creer, pero la experiencia me obliga a ser escéptico. Muchas veces escuché cosas parecidas y en muchos años todo sigue igual. O peor. Ojalá me equivoque y en seis meses tenga que escribir que esos pibes están en buenas manos, escolarizados y saludables. ¡Ojalá!


Parece hipócrita fijarse en los chicos de los restaurantes. Incluso alguien podría decir que es demagogo, que me fijo en ellos porque son los más visibles y que hay casos peores. Puede ser. Hay chicos que trabajan en las cosechas y para los padres y la sociedad eso es aceptable bajo el corto argumento de que les enseñan a trabajar desde pequeños. No está bien que los chicos trabajen en ninguna circunstancia. Lo dicen todos los tratados internacionales por los que nos rasgamos las vestiduras y publicitamos con bombos y platillos. El chico que va con la familia a cosechar en lugar de estar en la escuela o de divertirse en un club, es tan víctima como el pibe de la bolsita en el restaurante. La foto es distinta, por eso terminamos avalando un caso y no el otro.


El Gobierno provincial tiene programas para mostrar sobre niñez, pero creo también que en el camino alguien de una vez por todas tiene que ocuparse de los chicos de los cafés, del campo, de las caleras, de los supermercados, porque la están pasando mal. Si no hacemos algo ya, esos chicos no van a conocer el San Juan del 2030. Falta poco.