
Repasaba el primer bibliorato de antecedentes artísticos y allí estaba: amarillenta, ajada y seca como mano de anciano, pero de frente y triunfal porque declaraba momentos hermosos de nuestra vida. Casi un pergamino la copia a carbónico de una carta enviada por mi padre a un famoso representante de artistas de Buenos Aires, hoy sobrevolaba azulinos recuerdos adolescentes y se adormecía, frutal y rotunda, en aquellos días donde aún vivía mi padre. Cuatro años después (aún parece mentira) se nos iría al fogón de los recuerdos, repentinamente, sin aviso, como emboscada y despedido por nuestro sobresalto y tristeza.
Quise releerla después de tantos años, vivir las jornadas de su vida; rememorar aquel país de utopías aún no conseguidas y golpes de estado repudiados por el asombro y la ignominia. Recordar que él ya era un directivo importante del Consejo de Reconstrucción, habiendo comenzado por la humildad de su puestito de sereno. Que se miraba en nosotros, y éramos una mezcla de algo así como sus realizaciones, sus sueños y sus polluelos. Recordar que amaba la música simple. Cuando el país se repartía las preferencias tangueras entre tres íconos del tango: Gardel, Magaldi y Corcini y él amaba a este último, cantor melancólico y profundo que hizo célebre "La Pulpera de Santa Lucía".
Oscar Martínez Soria era el representante artístico a quien escribió mi padre. Entre otros, representaba a los Quilla Huasi, Juan D'Arienzo, Aníbal Troilo. Fue quien nos recibió en la puerta de Canal 9, cuando debíamos cumplir allí un ciclo de varios meses en el programa cumbre de la TV argentina; hombre fino y de excelente trato. No puedo olvidarme cuando le recordó a mi padre los conceptos que sobre nosotros había vertido en su carta, a la que él había dado crédito para contratarnos, advirtiéndole, con picardía: "Ojalá no se equivoque usted sobre la calidad de sus hijos...". Y nos dio un abrazo, como confiado de que este padre había tratado de ser objetivo.
Felizmente nos fue muy bien. Mi padre lucía tardes de gloria en sus ojos acariciadores y agradecidos. No puedo olvidar que sus jóvenes manos temblaban mientras nosotros subíamos a un escenario exclusivo que nos asignaron en aquel famoso programa, y su rostro acunaba una sonrisa nerviosa, un rictus minúsculo que parecía una temerosa declaración de amor.
Su voz, sus gestos y sus sueños sobrevuelan el pálido papel reseco que se hace pétalo de magnolia de tanta vida que lo perfuma. Nada es tan fuerte como la nostalgia fundada en buenos recuerdos. Tomo la carta y su roce me desgrana un río de murmullos y momentos que se me vienen al pecho como tropeles encontrados en un potrero de azucenas. Todo lo que nos marcó a fuego se incorpora y grita desde amaneceres de gloria o rincones de alguna tristeza. Una película cruda se acomoda en un pasado que se reinventa presente. Mi padre joven anda por allá, ese firmamento imposible que se nos propone cielo o aventura de los espejismo más dulce donde el ser humano busca la quimera de sobrevivir a la muerte. Una carta volada en amores y una sonrisa tímida de un hombre ilusionado tras el amor a sus hijos está grabada en la sangre, felizmente.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.