Un querido amigo me contaba que jamás podrá correr de su memoria el aroma de jazmines de la casa de su abuela. Una vez le preguntó a ella por qué había tantos jazmines en esa casa; algunos llegaban a los ocho metros de altura. De mi parte, yo tengo clavado en el recuerdo más dulce el perfume de una madreselva que estaba en el corredor de entrada a la casa de mi abuela.


Estas referencias vienen a cuento porque -relatan quienes lo vivieron- hubo una casa en los suburbios de San Juan donde casi todo era dominado por jazmines. El aroma de las blancas flores se había adueñado de sus espacios y constituido en el aire que sus moradores respiraban; todo lo avasallaba con su intrínseca dulzura, todo estaba a su merced. Los jazmineros de flores grandes o pequeñas se derramaban por ventanas y claraboyas y piropeaban a las muchachas que paseaban su candor y su romanticismo por la vereda. La fragancia de jazmines era la razón de ser de la vivienda.

"El aroma de las blancas flores se había adueñado de sus espacios y constituido en el aire que respiraban...".

Cuentan también que un verano de esos cuando la lluvia parece descolgarse con espadas sobre San Juan, los capullos y las hojas de las plantas fueron castigados hasta quedar, casi todos, heridos de muerte en el suelo. Dicen que un intenso silencio se hizo de pronto para que los jazmines lloraran. Cuando hubo que recogerlos, marchitos y vencidos, la ceremonia se pareció a un sepelio y hubo que hacer un largo duelo hasta que las plantas recuperaran de a poco su lozanía; porque la vida siempre vuelve, porque las flores esconden una revancha de luz cuando retornan en las estaciones.


Pero ocurrió que el tiempo, a veces verdugo inclemente, determinó que la casa fuera quedando paulatinamente sin su gente, sin sus voces, sin sus fantasías. Hasta que la pericana ciega de la topadora la tumbó al definitivo silencio. Se quiso edificar allí un salón de eventos, pero fue imposible. Desde la tierra se incorporaban todos los días y todas las noches brotes infantes de jazmines que resistieron hasta al suelo embaldosado; lo violaron desde sus intersticios o se fueron constituyendo en infinitos pequeños montículos donde al final sacaba su cabeza aromada un nuevo jazmín. Fue estéril combatirlos como a los yuyos, porque los jazmineros no son yuyos, son poemas, y la poesía puede ser criticada y hasta prohibida, pero jamás demolida; no se destruye ni se corrompe la belleza; siempre habrá alguien que la recuerde, la conserve como secreto de amor en su memoria y la proclame recónditamente cuantas veces el alma lo demande.


Si a la casa de los abuelos de mi amigo le hubiera acontecido el derrumbe de una topadora, le pediré que se dé una vueltita por donde ella fue sueños y susurros. Es posible que el aroma de jazmines aún ande dando vueltas por allí, aunque -en el peor de los casos- ninguna planta visible lo sostenga.