"No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? No se inquieten por el día de mañana: el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción" (Mt 6,24-34).

"No se preocupen". Se trata de un llamado a poner la vida en las manos del Padre para liberarnos de la agitación. La ansiedad por la previdencia cede el lugar a la confianza en la providencia. San Ignacio de Loyola aconseja actuar como si todo dependiera de nosotros, sabiendo que todo depende de Dios. Preocuparse significa privarse del presente, único tiempo que existe, para proyectarse en el futuro, que aún no llegó. La preocupación nos vacía de todo y nos llena de nada. El presente es don de Dios para gozarlo en plenitud. El futuro, como el hoy, será don suyo, pero sólo mañana y a su tiempo. En griego, "preocuparse" es "merimnáo", que indica la pena y la pérdida de paz. Tiene la misma raíz de "méros" (parte, herencia), y de "moîra" (suerte, destino). Se trata de términos emparentados con "memoria" y "muerte". Principio de preocupación es propiamente la memoria de la muerte, que cada uno recuerda como su herencia y su suerte. La preocupación, categoría fundamental de nuestra cultura, con numerosos sinónimos, aparece seis veces en el texto de hoy. "Seis" es el número del hombre que se cierra en sí mismo, sin abrirse al séptimo día, a Dios: su principio y su fin. Un exégeta ha contado que la expresión "¡No temas!" aparece 365 veces en la Biblia, como para indicar que sobre cada día aletea la promesa de Dios de quitarnos nuestra angustia. La fe nos lleva a transformar las adversidades en oportunidades, en vez de ver el pozo donde uno se puede hundir, descubrir un túnel a través del cual avanzar.

En el siglo I a.C. vivió en Roma un liberto llamado Publio Siro. Era originario de Siria y había sido deportado a Roma como esclavo. Fueron famosas sobre todo sus numerosas sentencias breves, que encontraron aceptación en las escuelas de carácter humanista. En sus aforismos se habla repetidamente de la confianza: "Quien pierde la confianza no tiene ya nada que perder" y "la confianza es siempre necesaria, incluso cuando ella te ha abandonado". Obviamente, Publio Siro experimentó como esclavo que si uno pierde la confianza en sí mismo y en la vida, no le queda ya nada en lo que poder apoyarse. Pero quienes creemos, sabemos que la confianza puesta en Dios, nunca defrauda. Una vez, un hombre decidió poner a prueba la providencia divina. Muchas veces había escuchado decir que Dios es un padre amoroso que se ocupa de todas sus criaturas. El hombre quería saber si realmente Dios también se ocuparía de él y le enviaría lo que cada día necesitaba. Entonces decidió irse campo adentro hasta un monte solitario, para esperar allí que Dios le entregara su diario sustento, por manos de alguien que fuera lugarteniente de su providencia. Y así lo hizo. Una mañana sin llevarse nada consigo para comer, se internó por los campos, y se ubicó en el monte. Lo primero que vio lo dejó asombrado. Porque se encontró con un pobre chimango malherido que tenía una pata y un ala quebradas. No podía volar ni caminar. En esas condiciones no le quedaba otra que morirse de hambre, a menos que la providencia de Dios lo ayudara. Nuestro amigo se quedó mirándolo, en espera de ver lo que sucedería. En una de esas vio sobrevolar un águila grande que traía en sus garras un trozo de carne. Pasó sobre el bicho lastimado y le arrojó comida justo delante como para que no tuviera más trabajo que comérsela. Era como para creer o reventar. Realmente, el hecho demostraba que Dios se ocupaba de sus pobres criaturas, y hasta se había interesado por este pobre chimango malherido. El hombre pensaba que le sucedería lo mismo a él. Pero pasaron varios días y nadie apareció. Hasta que escuchó que alguien se acercaba cabalgando. Pensó que se trataba de la providencia de Dios. Pero su decepción fue enorme: era una pobre persona que tenía tanto hambre como él. Entonces comenzó a maldecir a Dios; pero el forastero le dijo: "Ah, no amigo. Usted se ha equivocado. La providencia realmente existe. Lo de los dos pájaros lo demuestra claro. Lo que pasa que usted se ha confundido de bicho. Usted es joven y fuerte. No tiene que imitar al chimango sino al águila". Si nos preocupáramos más por las necesidades de los demás, ciertamente resultaría más fácil creer en la Providencia.