Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: ‘Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, ¿por qué acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’. Y les dijo esta parábola: ‘Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’. Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás’ Lc 13, 1-9.

La parábola de la higuera estéril es precedida por un fuerte llamado a la conversión. El verbo ‘convertirse’ es repetido dos veces en el texto de hoy. La advertencia es presentada en forma solemne: ‘Yo les digo’, como una condición indispensable para no huir del juicio de Dios: ‘si no se convierten, todos perecerán’. El evangelista Lucas no es un interesado en el contenido de la conversión, respecto a qué cosas se deben cambiar, sino que prefiere darse cuenta que el juicio divino abarca un espectro general de la vida. No vale cambiar en la vida como un baño de barniz o de pintura para ocultar ciertos aspectos contradictorios de la existencia personal. Es necesario ir a la ‘raíz’. Eso es lo que significa el término griego ‘metanoia’: cambio de mentalidad y renovación en la forma de obrar. Mientras Jesús estaba hablando, alguien lo pone al corriente de una noticia dramática: un grupo de judíos, probablemente revolucionarios zelotes, han sido masacrados por Pilato mientras estaban cumpliendo ciertos rituales de sacrificios. En el recuerdo de todos está aún viva la desgracia: dieciocho obreros que trabajaban en el templo fueron sepultados bajo las ruinas, luego de la caída de una torre. La gente razonaba así: si Dios los ha castigado, esto quiere decir que ellos eran pecadores. Pero este no es el modo de interpretar los hechos. Aquellos hombres, afirma Jesús, no eran peores que otros. El juicio de Dios no es para algunos, sino para todos. No es para los otros sino para nosotros.

La parábola de la higuera estéril tiene como finalidad principal la proximidad del juicio de Dios y el llamado al cambio de vida. Es como si Jesús les quiere poner en guardia respecto a dos equívocos. Hay quien piensa: ‘Ya es demasiado tarde, la paciencia de Dios se ha agotado’. También están del otro lado quienes dicen: ‘Dios es paciente, siempre hay tiempo para cambiar. No nos apuremos’. La justa posición es la siguiente: Dios es paciente, pero su paciencia no se puede programar, aunque las posibilidades de la salvación están siempre abiertas: ‘Señor, deja a la higuera todavía otro año, para ver si da fruto’. El tiempo que se prolonga es un signo de su misericordia, no de ausencia de juicio. El tiempo se alarga y se nos regala para aprovechar a realizar un serio examen de conciencia y renovarnos ahora, no después, porque el ‘después’ suele ser generalmente, expresión de indiferencia o mediocridad. La paciencia de Dios tiene un límite. El tiempo es decisivo, no porque sea breve sino porque está cargado de ocasiones decisivas, independientemente de cuánto sea su duración. La higuera estéril representa al Pueblo de Dios. No es una imagen nueva, pues ya la había empleado Jeremías: ‘No hay uvas en la viña, ni frutos en la higuera, y el follaje está marchito’ (Jer 8,13). Los judíos del tiempo de Jesús la aplicaban al pueblo del pasado, pero es para que la apliquemos a nosotros mismos, ya que es relatada para nosotros y para nuestro ‘hoy’. Veamos un ejemplo maravilloso de conversión: el del escritor francés André Frossard (1915-1995). Hijo del primer secretario del partido comunista francés, se consideraba un ateo perfecto, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Frossard era escéptico. Sin embargo, la tarde del 8 de julio de 1935, con tan sólo veinte años, entrará en una capilla parisina del barrio latino, en busca de un amigo. Entrará escéptico y ateo de extrema izquierda, y saldrá, cinco minutos más tarde, católico, apostólico y romano, arrollado por la ola de una alegría inagotable. Dirá: ‘En aquel momento, todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto’. Y cuando intentó ponerlo por escrito, resumió todo en un famoso título: ‘Dios existe. Yo me lo encontré’. El testimonio de André Frossard termina con una frase breve, que en cierto modo recoge la experiencia que cambió su vida: ‘Amor, para llamarte así, la eternidad será corta’.