En la actividad política, gremial y deportiva, se va degradando paulatinamente la comunicación con expresiones públicas de dirigentes, que de nada sirven para esclarecer u orientar en sus cometidos. En esos sectores del quehacer nacional, la reflexión y el lenguaje sin agresiones debería ser la regla general y marcar una ejemplaridad ante quienes van dirigidas o las escuchan como expresiones correctas a fin de formar opinión.
Las recientes palabras del jefe de Gabinete nacional, como las de otros políticos, manifiestan una agraviante pobreza de lenguaje que no educan ni pueden ser referentes ejemplares de expresión pública. "El respeto por el carácter singular y la forma de desarrollarse de una nación, así como el grado de participación que tiene una comunidad en la definición de su destino son determinados principalmente por quienes viven en ella”, señaló el escritor y ex presidente checo Václav Havel. Al analizar las amenazas a nuestra identidad, observó que somos nosotros los que la corrompemos, cuando en realidad deberíamos ser sus protectores y guardianes. Ese desinterés en custodiar nuestra identidad es la corrupción alarmante a la que sometemos el lenguaje que utilizamos. Nos hemos ido acostumbrando insensiblemente a un modo de expresión que no hace sino desnudar las limitaciones de nuestro pensamiento. La desesperante pobreza y la arrasadora grosería de nuestros interiores quedan al descubierto cuando los mostramos, es decir, cuando nos expresamos.
Esta corrupción del lenguaje, pilar en el que se sustenta nuestra identidad, va minando las posibilidades de comunicación profunda entre nosotros. Este abandono es parte de una tendencia más profunda que signa todo el proceso educativo: el rechazo a la responsabilidad de transmitir una herencia cultural en la que la lengua ocupa una posición central. Los niños ingresan en la escuela con un lenguaje simple y por lo tanto con una visión del mundo primaria y maniquea. Enseñarles la lengua es, precisamente, hacer que aprendan la diferencia entre la palabra privada y la pública. Y hoy nuestros niños aprenden la lengua de quienes, para expresarse públicamente, recurren a la lengua privada.
Es que el límite entre lo privado y lo público se ha perdido en todas las esferas de la actividad social. El lenguaje vulgar que emplean, que cosifica y degrada al hombre, no hace sino reflejar interiores vulgares y hasta ha perdido ya todo efecto provocador. El repertorio de groserías sucumbe, devaluado por la inflación. El lenguaje pretendidamente "actual”, revela ignorancia, primariedad, escaso repertorio de palabras.
