En estos días se divulgó por los medios la noticia de que una mujer se vio en la necesidad de ultimar a un perro raza Pitbull que atacó a su perro y que estaba a punto de matarlo. Sabido es que esta raza, cuando ataca, lo hace de un modo muy feroz y generalmente ultima a la víctima. No he de referirme a la educación necesaria de este perro para socializarlo y evitar sus ataques; sólo a esta extrema situación que describo, que me permitió recordar las situaciones de legítima defensa de las que dispone el ser humano.

Uno de los interrogantes sociales más significativos es cuándo la ley considera justificado y exento de pena matar a un semejante; en qué casos el derecho otorga esa facultad. Estamos, entre otras hipótesis, ante el campo de la legítima defensa, la que, según enseña Fontán Balestra, puede definirse como la reacción necesaria para evitar la agresión ilegítima y no provocada de un bien jurídico actual o inminentemente amenazado por la acción de un ser humano.

El intríngulis es si es justificado o legítimo el proceder de quien, para evitar la muerte de un animal, se ve ante la necesidad de ultimar al animal atacante, ante circunstancias evidentes de que no hay otro remedio para evitar la muerte del primero.

La institución madre de la cual proviene la legítima defensa (el estado de necesidad) puede arrojarnos luz. Podemos definirlo como aquél en el que no existe otro remedio que la vulneración del interés jurídicamente protegido de un tercero ante una situación de peligro actual de los intereses propios. La pregunta es: si un animal constituye un interés jurídicamente protegido en una ocasión extrema como la comentada. En el estado actual de la relación humana con los animales, del rol que se les ha otorgado en la vida familiar, no tengo dudas de que lo es. El animal es considerado por el derecho como una cosa. Por lo tanto, sujeto de derechos. Entre otros, a no ser agredido y ser protegido. Por lo tanto, su propietario, cuidador o "amigo” tiene el derecho de evitar que en situaciones extremas pueda ser eliminado.

La muerte de un animal puede ser tan dolorosa como la de un ser humano. La protección de su integridad y su vida es un derecho del mismo y un deber nuestro. Ante una situación de riesgo como la de ataque de otro animal del cual se tiene conocimiento de que generalmente cesa en su agresión cuando el agredido muere, la conducta de quien trata de evitarlo está jurídicamente protegida.

La muerte siempre es condenable, inadmisible si es producto de un acto humano. Pero en estos casos la muerte no es la protagonista, sino el amor. No cabe otra conducta que ésa, ante un acontecimiento tan dramático. El forzoso como doloroso escenario ante el cual podemos encontrarnos, no es, ni más ni menos, que uno de los tantos dilemas en los que la vida nos coloca cotidianamente y ante el cual debemos optar.