Sobre el revoque del trozo de pared rosada que había resistido la demolición, aún redoblaba apuestas de amor el corazoncito que labré con un trozo de lata aquella tardecita, creo de octubre. De frente al baldío (ese mar de silencio que había vaciado mi casa) lloré con pocas lágrimas, las suficientes, en profunda caída hacia adentro, en ventarrón de ausencias que, latido a latido, iba acomodando mi pasado. Aquí estaba el parral. Una embriaguez de vinos abortados merodea la luz de su vacío. El viento de ausencias se ha llevado sus hojas acorazonadas a un sitio especial del pecho. Tengo, justo ahí, en el corazón, una fotografía del poblado jardín, donde un rosal ambarino estiraba los otoños. Tengo también un gato asustado en la leñera y la verja de madera rústica meciendo las tardecitas que se iban en silencio por la calle Victoria, mientras yo garabateaba mis primeros versos, de amor, por supuesto.
Demolieron la casa. El infierno de la topadora revuelca en la siesta carmín mis sueños. Pero no puede privarme del privilegio de saberme vivo y no olvidar la adolescencia y las quimeras, y con eso desafiar hasta las ruinas. Aquí estaba el pasillo: una bandada de pájaros muertos, me lo indica. La pieza de mis padres: algo se quebró en su hueco. Mis padres eran palabra y actos, entonces. En el centro la cama común. Algo se ha cruzado en su velero. Allí se cuela el frío a construir eclipses. Nuestra pieza. Caen sobre ella aquellas noches incendiadas de ilusiones y veranos de carnavales escarlata. La carretela del sodero nos arma una mañana que se hamaca en la murguita de su son. El altavoz del cachivachero nos busca por la esquina de la canchita. El grito de mi madre anunciando la comida, pone fin a un anochecer donde pateamos la luna por la calle Las Mercedes. La vecinita esquiva, hoy me ha mirado, y lentamente se vuelve a alejar del barrio una mañana donde dicen que la vieron cabizbaja arrastrando su vieja maletita de cuero marchito con sus pocas pertenencias y su misterio. ¡Cuántas veces la habré visto por ahí, sin saberlo! Todo ha caído por impacto de la demolición, pero no al derrumbe de la vida, que es cuando no hay pasado donde beber mieles. No hay forma de tumbar las buenas remembranzas. Sigue el pescadero pescando dignidades para llevar a su casa humilde. Siguen los muchachitos que fuimos imaginando un mundo más puro y justo, que nuestra hidalguía no puede traicionar, a pesar de la realidad. Sigue la calle Victoria buscándose entre olvidos y luceros memoriosos. Los cines de barrio se han hecho a un lado, llorosos, finales, para que un tiempo actual con olor a indiferencia se instale en baldíos donde aún reinan en la sombras Jonh Wayne y Anita Ekberg.
