'...cerca de la confluencia de las viejas calles, ha quedado intacto un escalón donde en los otoños nos sentábamos a imaginar amores...''

Ya sé que allí no está la casa de mi infancia. Mejor dicho, que no se la ve allí. Pero yo la veo. Tengo en la memoria duplicado el mundo que me tocó vivir. En una de las versiones se ve el paisaje actual y en la otra transcurre, como una larga película, el paisaje pretérito. Ahí está mi casa, en la misma esquina. Mi madre está barriendo la tardecita, acorralándola hacia el oeste. Tiene ese vestidito que creo es estampado en verdes y amarillos, y la escoba se le prolonga como varita hacedora de polvaredas que se desmayan en el piso levemente mojado. Sé perfectamente que mi padre ha de llegar a eso de las ocho, con su cansancio al hombro y su buena estampa. Que en algún lugar del alma universal están los dos abrazaditos tratando reconstruir la vida y el amor. Que el Meco, ese gato cabezón de dos colores, está persiguiendo palomas por los escondrijos del verano, y que ya nos estamos descolgando con Hugo desde la canchita de enfrente, ajados de pelotazos y viento, vigorosos de adolescencia y sueños. 


¡No me digan que no está la casa de madera en la esquina de Victoria y Las Mercedes! ¡Si la estoy viendo, clarito! Es cierto, hablo de dos calles que han cambiado de denominación; pero en ellas, en sus ilustres nombres suplantados y en mi adentro sigue viviendo mi hogar, recuperando estaciones que parecen perdidas, pero que las porfías de la nostalgia se encargan de volver a la vida. 


Si uno se fija con ojos que puedan evadirse del corazón, percibe un vacío en esa esquina; pero es imposible mirar sin nosotros, sin esa carga de ademanes y vivencias que nos forma; por eso, cuando veo que aún, inexpugnable, cerca de la confluencia de las viejas calles, ha quedado intacto un escalón donde en los otoños nos sentábamos a imaginar amores y donde alguna vez lloramos, me doy cuenta desde dónde me protege mi cielo, desde qué pequeñas cosas y grandes fantasías comencé a hacerme hombre.


Chau, Lulo; esta tarde te vi como derrotado. Me alegro, Enrique, que tengas un hijo famoso, vos que integrabas con simples maracas la bandita que armamos con Hugo y el Daniel. En la esquina de los Figueroa se ha armado una chaya que salpica al sol. A una cuadra hacia el sur, la Libertador se manda al centro y una fogata colorea niños y gorriones. Hacia el norte, la calle Aberastain custodia los parrales de Conti. En el viejo Parque, la Isla construye fantasías de chicas humildes y rufianes. Miro de reojo mi equina. Aún está.