Nos dijo que no nos vendería las guitarras. Pareció una cuestión de amor propio (legítimo orgullo) no rebajar un centavo el precio que le puso a los cotizados instrumentos. Porque el "Recortado" Lucero se sabía respetar, no tenía dudas de que era uno de los más importantes Luthier del país.

Con la cabeza gacha nos fuimos de su taller de calle Brasil a la vuelta del Club Estrella, pero la amargura de no poseer las guitarras se fue disipando poco a poco, recordando que él nos había dicho que uno de los estuches que las contenía había sido nada menos que de Carlos Gardel. La noticia resultaba excitante. Hasta hoy la acaricio. He soñado muchas veces esa historia.

En las noches, aquel estuche cuadrado que contenía en sus entrañas una forma de mujer, se abre como una ostra de viento y sangre, y un duende tanguero mete sus manecillas regordetas en el hueco ilustre para extraer el resuello de aquel que cada día canta mejor, y el resuello le viene en tangos orilleros que pasean por el sueño las crónicas del malevaje, la tristeza del desarraigo, la ilusión del romance.

Estoy seguro que el duendecillo también ha logrado sacar del cofre sonoro alguna tonada que el Zorzal cantaba a dúo con el sanjuanino Saúl Salinas, precursor del género en el país y el mundo. Allí, en algún vaciadero trasnochado de lunas que se cantan, se despereza la guitarra de Gardel punteando el entrañable ritmo cuyano, y la voz inconfundible acariciando: "Sanjuanina de mi amor vos me tenis medio loco, vos me tenis medio loco...".

Y hasta un fuego premonitorio del destino de aquel que puso al tango en el sitial del mundo, se erige en canto sosegado pero jamás vencido, en aroma de melancolías, porque es nada menos que todo eso la música, pero sobre todo un salto de felicidad, un universo que nos contiene y salva en cuanto seres esencialmente sensibles.

La guitarra de Gardel está agazapada en aquel estuche con forma de libro y frutal ataúd de ilusiones; es suficiente que haya dormitado el tango un solo instante de luz en ese cuartito donde se fabrica el viento; es bastante aquella guarida que la apaciguaba y contenía al final de los recitales del Zorzal. ¡Siga su lumbre enarbolando compases y cielos! ¡Siga, porque es imposible detener la belleza!