Mejor no empezar desde atrás, porque deberíamos detenernos en las invasiones inglesas de 1806 y 1807, en la usurpación de las islas Malvinas en 1833, y en la guerra de 1982. Hoy el mundo es distinto, pero los ingleses son los mismos. Incluso el benemérito Winston Churchill, uno de los ganadores en la Segunda Guerra Mundial y perdedor en las urnas en 1945, sostenía convencido que los países no pueden hacer amigos entre ellos, sino negocios.

A David Cámeron, actual primer ministro de Gran Bretaña, podemos considerarlo "descendiente” del viejo lobo que terminó su vida pintando paisajes a la vera del mar. Pero no porque tenga una sola gota de sangre churchilliana, ni esté cerca de su inteligencia, sino porque actúa de manera similar a la hora de hablar de Europa y de otros problemas, como es el caso de Malvinas.

La historia de las relaciones entre la Europa unida y Gran Bretaña está marcada por desencuentros, desconfianza mutua y escepticismo inglés hacia el resto del continente. Por ello, no es casual que con frecuencia se califique a los británicos de "euroescépticos”. Ya en 1950 se negaron a participar del Plan Schumann que materializó el nacimiento de la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA), y su ingreso a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), se produjo recién en enero de 1973. Por otra parte, en la ceremonia de incorporación de España y Portugal a la Unión Europea, el 12 de junio de 1985, de la que fui testigo como periodista, Gran Bretaña no estuvo presente porque en ningún momento se mostró de acuerdo con estas adhesiones y había votado en contra. Sin embargo, los franceses y holandeses, poseedores también como los británicos de grandes imperios en ultramar y ampliamente integrados a Europa, celebraban como el resto de los miembros de la Unión aquella integración de España y Portugal. Más cerca nuestro, las recientes declaraciones en tono amenazante de Cameron sobre las Islas Malvinas y lo que su gobierno piensa hacer en caso de "necesidad”, no son más que un gesto residual del imperio perdido. Así como la tramposa maniobra de invitar a dialogar a Argentina en presencia de los ciudadanos malvinenses, o convocar a una estafa de referéndum para saber si los habitantes quieren ser británicos o argentinos. En su "Bosquejo psicológico de los pueblos europeos”, editado en español a principios del siglo XX, el filósofo francés Alfred Fouillée, subrayó el carácter individualista del inglés y destacó que su yo, muy desarrollado "se afirma con energía y no penetra ni fácil ni rápidamente en el alma y los sentimientos ajenos (…)”. Además, agregó que en los negocios y empresas "cuando más se gana, más se quiere ganar”. En la misma línea, Emerson, filósofo, poeta y ensayista norteamericano, aseguró que "cada uno de estos insulares es una isla, y en compañía de extranjeros se creería que el inglés es sordo; no da la mano, ni deja que la mirada del otro se encuentre con la suya”. Coincidiendo con esta aseveración, el filósofo alemán Kant, llegó a sostener que el espíritu comercial de los ingleses es "con frecuencia insociable”. Claro que no todo puede ser oscuro, ya que en el ciudadano medio se reconocen muchas virtudes que no muestran sus gobernantes, entre otras, una norma de conducta "solidaria” del británico, resumida en la frase "’Todo hombre debe esforzarse por ser útil a si mismo y a los demás (…)”. Pero a la hora de la verdad, los juicios citados ayudan a entender las actitudes hostiles de Gran Bretaña hacia el resto del mundo. Así las cosas, en el largo proceso de unidad europea, Gran Bretaña fue al principio sólo espectadora, luego indiferente y a principios de los "70 se desesperó por pedir su incorporación. No obstante, un año después de su ingreso efectivo, el entonces nuevo gobierno laborista de Harold Wilson, que asumió en 1974, propuso renegociar las condiciones del tratado de adhesión. Todo terminó bien hasta que 4 años más tarde, esta vez siendo premier James Callaghan, se volvió a pedir una revisión ante la realidad de que Gran Bretaña se convertía en el mayor contribuyente neto al presupuesto comunitario. Mejoraron sensiblemente las cosas con el retorno al poder de los conservadores, originales propulsores de su país a la Europa unida. Pero en 1979 la nueva premier, Margareth Thatcher, discutió a su manera sobre los intereses británicos en Europa con el presidente francés Giscard d’Estaing y el canciller alemán Helmut Schmidt, entonces líderes de los países más poderosos del organismo. Este complejo proceso de discusiones ratificó la idea de que los británicos no tienen ningún interés europeo y sólo están preocupados por sus propios intereses, aún a sabiendas de que se pone en peligro la estabilidad de la Unión. La realidad es que hoy las relaciones Gran Bretaña-Europa comunitaria no sólo no han cambiado sino que han empeorado, y la actual UE, integrada por 27 naciones, vive una de sus más grandes crisis institucionales y financieras, aunque felizmente sin riesgo de desintegración. Y para los argentinos, parece persistir la misma aversión por parte británica, que condujo al robo de las islas Malvinas hace 180 años.

(*) Periodista.