¿Qué puede hacer el médico cuando un paciente, el Jefe del Servicio o el Director de un Hospital le exigen realizar un procedimiento que, por razones científicas y/o éticas, su conciencia considera inaceptable? Puede rechazar lo solicitado. Es lo que llamamos objeción de conciencia. El valor de esta cláusula está fuera de duda en el ámbito de la medicina. "El derecho del paciente a la autonomía no debe comprarse al precio del derecho paralelo del médico". Con esa frase Tom Beauchamp y James Childress, mentores de la bioética anglosajona, definen la importancia de la objeción de conciencia ("Principios de Ética Biomédica", cap. 8; 6¦ ed. 2009). 


La objeción de conciencia es expresión del derecho humano derivado de la libertad de pensamiento, de expresión y de conciencia. Suele definirse como el derecho subjetivo de abstenerse de cumplir con una obligación (acción u omisión), impuesta por una norma legal, judicial o administrativa, por fidelidad a las propias convicciones científicas, éticas o religiosas. Por un lado, se configura como una resistencia pacífica a una orden superior por razones de conciencia y por otro lado como garantía del valor de la libertad de pensamiento en sociedades plurales. 


Violentar este derecho, mediante amenazas veladas o explícitas de sanciones, es apremiar a la misma conciencia, último refugio de nuestras convicciones y valores. Podrá alguna autoridad discrepar con la escala de valores del objetor, pero no puede limitar o prohibir pensar distinto y su consecuente derecho a expresarlo. Claramente, puede advertirse en algunos intentos de restricción a la objeción de conciencia, la tentativa de acallamiento de voces distintas. Señalemos aquí la ilegalidad de estos intentos. Así lo prescriben los Arts. 14, 19 y concordantes de la Constitución Nacional y Tratados Internacionales firmados por la Argentina que poseen jerarquía constitucional. Tal es el caso de la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuando en su art. 18 consagra la Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; o del Pacto de San José de Costa Rica cuando en el art. 12.2 establece que no se pueden aplicar medidas restrictivas que puedan menoscabar la libertad de conciencia.


Estos derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico significan que: la estabilidad laboral de los objetores de conciencia está garantizada; y que el objetor no puede ser sujeto de sanciones civiles, penales ni administrativas, ni medidas que afecten su carrera en la Administración Pública o impliquen un menoscabo en sus derechos.


No obstante, aún se advierte cierto prejuicio contra el objetor. Tal vez incomode a un superior jerárquico o complique a la autoridad de aplicación de una determinada ley, pero respetar al objetor es la mejor garantía de gestiones democráticas. En ese sentido, conviene recordar que el objetor no desconoce el estado de derecho, sólo reclama la posibilidad de actuar en el ejercicio de su profesión con total libertad de conciencia, acorde con la ética y conocimientos científicos (Academia Nacional de medicina, septiembre- 2000, ratificada en 2018).


Tampoco es correcto reducir la objeción de conciencia a cuestiones religiosas. Su fundamento es de orden ético al procurar coherencia entre el pensar y el obrar. Para entender cómo opera, conviene recordar la diferencia entre ley y conciencia. La ley es una norma objetiva y externa, mientras que la conciencia es una norma subjetiva y próxima. Para que la ley alcance eficacia, debe interiorizarse en la persona y volverse norma interna de la conducta. Para que ello ocurra, la inteligencia tiene que advertir el orden justo que pretende tal o cual ley. Si no hay oposición entre la ley justa y la razón, habrá un dócil sometimiento de la voluntad. Porque la voluntad no es otra cosa que una tendencia hacia un fin que la razón presenta como algo bueno y justo. Pero si la razón no advierte la bondad o justicia del acto sería un atropello obligarla a actuar. No en vano, una de las reglas fundamentales de la conciencia es nunca obrar en contra de ella. Sería como actuar en contra de uno mismo y de las convicciones más profundas.

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo