El embajador argentino en Egipto, Luis Enrique Capaggli le agradeció sinceramente a este periodista que le haya suministrado, antes del toque de queda, algún tipo de información sobre la reacción de la prensa internacional en relación a la situación en ese país. "Aquí no tenemos ningún acceso a Internet ni a ningún medio escrito", le dijo telefónicamente. La oscuridad informativa que afecta a los egipcios, que busca tapar el pavoroso problema de desmanejo económico, desigualdad social y restricciones democráticas que vive el país, es el ejemplo más fiel de lo que los gobiernos o los grupos autoritarios hacen que suceda, cada vez que quieren imponer pensamientos únicos.
Más allá de que censurar del todo el acceso a Internet parece ser materialmente imposible en el largo plazo, cerrar la comunicación satelital a todas las empresas que se encargan del transporte de datos en un país es exactamente lo mismo que hicieron los camioneros de Pablo Moyano cuando impidieron la circulación de muchos diarios argentinos: un gravísimo atentado contra un derecho básico, el de la información.
Por sus circunstancias más que dramáticas, sobre todo en vidas, el caso actual de Egipto (como antes el de Irán, China o Cuba) invita a reflexionar sobre qué le ocurre a las sociedades cuando no existen modos de contrastar las ideas y cuando campean las opiniones de un solo color. La defensa que suelen hacer muchos kirchneristas de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual justamente tiene como caballito de batalla esa misma premisa, la de la pluralidad informativa en nombre del derecho de todos. Sin embargo, en el caso del bloqueo que involucró a 10 diarios de toda ideología no se los ha escuchado manifestarse, ni a favor ni en contra. Sin el viejo "Pravda" soviético activo (aunque aún subsiste el romántico "Granma" caribeño), los ideólogos vernáculos suelen decir que, antes que darle alguna oportunidad al enemigo hay que hacerlo desaparecer, en este caso reemplazándolo por diarios escritos, más que por periodistas, por militantes. Pero, como los lectores no los consumen, podría no quedarles otra alternativa más que ir por los atajos, aprovechando la pasividad de la sociedad.
Es que tampoco en la opinión pública hay demasiada conciencia sobre cuáles pueden ser las consecuencias de un proceso de hegemonía informativa amparada por el Estado y sostenida con recursos públicos. Probablemente, no se manifiesta al respecto todavía o bien porque le resulta algo lejano y nadie le advierte sobre el problema o quizás porque prefiere seguir intoxicada con frivolidades y barullo televisivo, mientras vive el veranito del consumo.
Pero tal como muchos no saben qué cosa le pasa a las sociedades cuando la inflación ataca, mientras otros prefieren no recordar cómo terminan los ciclos de auge desmedido, hay otros tantos que suponen que la libertad de prensa es únicamente cosa de los periodistas o de los diarios. No parecen darse cuenta aún que el derecho a la información no es sólo para el intermediario, sino esencialmente para el destinatario. Como ocurrió alguna vez con el corralito, quizás en este tema menos concreto es casi seguro que los argentinos en general empezarán a tomar conciencia de cómo le afecta la vida esta cuestión recién cuando a algún iluminado se le ocurra bajarle la palanca a la Internet vernácula y deje inactivos notebooks, netbooks y tabletas. Y entonces puede ser demasiado tarde.