La situación del polémico ciberactivista y periodista australiano, Julián Assage, conocido por ser el fundador, editor y portavoz del sitio web WikiLeaks, sigue preocupando a las Naciones Unidas ante la resistencia de los gobiernos del Reino Unido y de Suecia a cumplir con un fallo en favor del exiliado especialista del ciberespacio que sacudió al mundo con sus revelaciones de secretos de Estado.
Assange se encuentra confinado desde 2012 en la Embajada de Ecuador en Londres, a la que acudió en busca de asilo con el fin de evitar su extradición a Suecia, que lo reclama por presuntos delitos sexuales, que él niega rotundamente, y a los diferentes países donde lo piden para que explique las contenidos de WikiLeaks, con procesos judiciales de por medio.
A la compleja trama jurídica, política y diplomática que rodea al activista se sumó Ecuador cuyo gobierno afirmó en 2012 haber analizado la petición de asilo en términos de defensa de los derechos humanos, más que por cuestiones meramente políticas, considerando que la vida de Assange peligra frente a una hipotética extradición a los Estados Unidos, donde está vigente la pena de muerte por divulgar información sobre seguridad nacional.

Al llegar el caso a la ONU, el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la organización internacional inició un análisis del problema y finalmente el 5 de enero pasado hizo pública una opinión legal, considerando que Assange es víctima de una detención arbitraria por lo que reclamaba el respeto de ‘su integridad física y libertad de movimiento’. Ayer un experto en derechos humanos de la ONU fue contundente al manifestar que las conclusiones del grupo de trabajo del ente mundial deben ser aceptadas y sus recomendaciones cumplidas de buena fe.

Es que los países que proclaman estar a la vanguardia de los derechos humanos deberían dar un buen ejemplo al atender los puntos de vista de la organización e incluso si no están de acuerdo con las conclusiones del estudio del caso, por parte de los expertos de la ONU, plantearlo como corresponde. El orden internacional depende de la consistencia y de la

uniformidad en la aplicación del derecho internacional, y queda desautorizado cuando los Estados eligen qué leyes quieren aplicar. La credibilidad del sistema no admite derechos humanos discrecionales.