Juraría que fue en Buenos Aires, esa ciudad tan bella como preñada de soledades. Ya se habían echado un vistazo en la cuadra anterior. Por eso él no dudó en acercársele cuando ella volvió a mirarlo de ese modo que las mujeres miran para demostrar que pueden ser lo más dulce.

Pocas palabras bastaron para juntarlos en un bolichito modesto de esa esquina que no duerme en toda la noche. Los parroquianos ya se iban, la luna también, enfilando altiva por calle Corrientes. La siguieron, hasta que la enorme medalla amarilla se escondió lentamente tras un edificio del siglo pasado.

En un adormecido kiosco de revistas él compró El Gráfico para saber cómo formaría Independiente ese domingo, cuando en el estadio de la doble visera enfrentara a Boca. Ella hojeó con desgano un magazín de actualidad, justo cuando el hombre intentaba tomarle la helada mano que bajo su chal huía de junio. Se dio cuenta; dejó la revista en cuya tapa brillaba Carlos Gardel subido a esa enorme sonrisa que los argentinos rescatamos eternamente de la catástrofe de Medellín, y tomó los dedos de él. Así, como chiquillos enamorados, recorrieron aceras oscuras de Balvanera, sin decirse nada. El silencio acuna, sobreentiende y a veces murmura. El frío los obligó a soltarse las manos, y eligieron tomarse del brazo, ella metiendo su mano pálida en el bolsillo del sacón gris del hombre, donde encontró un cobijo parecido a un hogar.

El último organito los vio pasar. El fantasma silencioso y rechinante de un derogado tranvía también. Tras los vidrios empañados de un café en aburrida vigilia, la sombra de una mujer recostada sobre un piano triste se dejó caer en la postal; recolectores de basura juntaban en angosta acera las muertes del día anterior, y hasta el bandoneón de Troilo los saludó con un acorde largo y lagrimeante parecido a un ruego, desde el hall del ausente Chanteclair.

Dicen que un bohemio poeta casi ebrio que vio la escena desde la ventana de un conventillo, contó, a modo de improvisado poema: "Pateaban las afueras de la ciudad, cada cual por su sendero, con una sola pena que les juntó las soledades; por eso, en una sola acera se juntaron sin mirarse.

En la esquina vieron una luz que los llamaba. Entraron convencidos y allí se emborracharon en un bar de una sola mesa, de un solo mozo, de un solo sueño, y, al salir, ya se había agazapado la sola luz del bar de una mesa sola y se insinuaba el sol.

De la mano se fueron como pudieron y se acostaron en una sola cama, durmieron una curda común y fueron felices una sola vez".