Pensar la "técnica" ha sido una tarea permanente y consistente en la historia de la cultura occidental. En la etimología griega, "tekhné" se refiere al "saber hacer", designando en esta primera significación a un conjunto de habilidades y procederes basados en reglas precisas dispuestas para un fin determinado. Fue Aristóteles quien ofreció la interpretación decisiva que determinará el sentido del quehacer propio del hombre, puesto que tanto la técnica como el arte entran en el marco del saber poiético, a saber, productivo (artificial), en contraposición al saber teórico que es estrictamente contemplativo. Y decimos que la aseveración aristotélica resultó decisiva puesto escinde del conocimiento verdadero (episteme) un saber empírico (techne). En otras palabras, el conocimiento técnico, en los inicios de la metafísica occidental, se asocia ya al sentimiento de desconfianza (escepticismo) a la necesidad que genera la creación de objetos viles que apartan al hombre de la naturaleza.


Veremos en la Edad Media que el escepticismo ante la técnica se torna en un análisis político mucho más profundo, en el sentido de que la técnica representaría el poder-hacer del hombre en el mundo, lo cual ya lo posicionaba como un ser capaz de disponer de la naturaleza para fines concretos mediante políticas precisas. Con el auge de la física matemática propia del Renacimiento, se produce una interrelación inexorable entre ciencia (teórica) y técnica, apuntando ya a la pretensión de Bacon en torno al dominio de las leyes de la naturaleza. Acompañando a este sentimiento moderno aparece ante el pensamiento la posibilidad de dominio, no sólo del hombre sobre el ente natural, sino también, del hombre sobre el hombre mediante la técnica. Con esto queremos evidenciar que el conocimiento humano, sin deshilacharlo entre técnico o teórico, siempre acarrea una intención, una voluntad. Visto de esta manera, se cae el velo de un pretendido saber contemplativo neutral, sin fines. La modernidad nos enseñará que, como indica Michel Foucault, saber es poder. Una vez surgida la técnica en el seno de las relaciones de producción, diría Marx, está al servicio de una estructura social bien prediseñada.


Pese a la resistencia del romanticismo, que apelaba contra el mecanicismo y su pretendida primacía de la razón sobre la vida (en una clara concepción de dominio antropológico sobre la naturaleza), con la Revolución Industrial se plasman los temores justificados: miseria social ante la máquina como entidad sustitutiva del hombre.


Tal amenaza aniquila también la creencia en la idea de progreso (en otra ocasión profundizaremos sobre este concepto), ya que el mismo se sustenta, entre tantos argumentos y fundamentos, en la asimilación de lo "racional" equiparándolo con lo "bueno". La crítica nietzscheana sobre los valores de la tradición metafísica occidental nos señala claramente que la equiparación de lo "certero", "verdadero", a lo "bueno", "justo" ya no tiene cabida. Esto queda plasmado en dos guerras mundiales, en la atrocidad del Gueto de Varsovia, en los Gulags, en los campos de concentración, etc. Claros ejemplos que destituyen el mito de la asimilación de la razón instrumental aplicada al bien de la humanidad, sino más bien lo contrato, es, precisamente, el uso de la razón al servicio del exterminio, del sometimiento masivo, sistemático de personas sobre personas.


Indicamos esto para hacer una breve reflexión en torno a qué entendemos por progreso en la era de la técnica. Quién progresa, cómo, a costa de qué y por qué son preguntas que debemos hacernos antes de aceptar indiscutidamente la idea purista y pretendidamente neutra de "los avances" tecnocientíficos, los cuales siempre prometen una avidez de novedad, atractivo, pero no necesariamente, fundamental para la humanidad.



Lisandro Prieto, Estudiante de Filosofía. Docente.