Desde una foto marrón con un marco fino, mira mi abuelo paterno este país que seguramente no soñó. Vino desde su Málaga natal cuando asentó sus tiernos huesos de niño en esta patria extraña. Su compañera vino de Granada. Él altivo, seguro; ella mansa, dulce, dicen quienes los conocieron. El álbum tira imágenes al viento de las nostalgias y, mientras ellas van cayendo como hojas de un árbol de amor, pulso y sueños, me estremezco. Sé que en algún momento lloraré.

 
La imagen recia de mi abuelo materno tomando con firme dulzura mi manita, ha sido eternizada por una máquina donde el fotógrafo mete la cabeza en un forro de tela y dispara una luz que constantemente eterniza el centro de la plaza Veinticinco.  

Estamos parados en la vereda de la estación Retiro con mis padres. Acabamos de llegar por primera vez a la gran ciudad. Ahí veo la chombita brillante que luzco y que cuidé durante mucho tiempo para lucir impecable, desde nuestra humildad. Las torres grises de este Buenos Aires que vimos en los noticiarios del cine, nos saludan con esa parquedad de lo indiferente.

 
En el largo fondo de la casa de tía Tita, Barrio Huazihul, estamos con Hugo cosechando choclos, una aventura entonces; y en otro registro jugando a la pelota en la acera de la casa de mis abuelos, aquella de calle Santa Fe, de un gran gallinero de Leghorn, que surtía de enormes huevos al vecindario.

 
Esta otra de la vieja estación San Martín, despidiendo -quizá- al Cuyano donde mi padre iba a Buenos Aires a cumplir sus misiones del Consejo de Reconstrucción y siempre "volvía con la frente marchita'' por la tristeza que acopia estar solo en esa ajena ciudad. 


Acá estamos grabando en la sala mayor de la RCA. En salón contiguo ensaya el gran Juan D'Arienzo. Nos asomamos y lo vemos con su proverbial pose, inclinado hacia delante, tendiendo su brazo enérgico hacia el cantor, ese ademán que lo prolonga inmortal hacia firmamentos de tangos, con su ritmo incomparable. 


En una mesa de la confitería Dunia está toda la familia: mi padre con su pinta, mi madre con su belleza de cuatro décadas, Hugo con su figura de chico que arrasa, Delia una nena y yo. Eran tiempos de un país que trataba de reconstruir su dignidad y muchos argentinos no lo dejaban. No hay peor enemigo que el de adentro, el que muchas veces pasa a tu lado con una indescifrable sonrisa.  


Esta es una tarjeta. La hicimos hacer para entregar luego de las actuaciones. Allí estamos con el modesto saquito al que mi madre le adosó una solapa brillante. Parece ser un set televisivo. No lo recuerdo. Tantas cosas, tantas imágenes, tanto sueños, tantas escenas se ha llevado el viento. Muchas, menos la canción.