Abierto a la realidad de un momento único en que contempla a su hijo de apenas un año, un padre le escribe sus enseñanzas de vida, expresándolas a través de palabras que, piensa, alguna vez serán leídas por el pequeño. Leámoslas:

Hijo mío, apenas levantas tu cabecita sobre el mundo lo que de un año Dios te ha dado: Llegaste a nosotros para ocupar nuestros corazones, nuestras almas y nuestros días. Hoy te escribo sin que tú me entiendas, en un mensaje dictado por el gran cariño que te guardo. Siento tu presencia como ninguna otra había sentido; dicha al contemplarte en la inocencia de tu figura, emoción al estrecharte en mis brazos, y tierno, deleite al posar mis labios en tu frente.

Pero entre ese cúmulo de amor en que nos envuelves, hay veces que pienso en adelante, en el mundo que te espera con su lucha continua, en la vida que te aguarda para cobrarte su precio. Todo aquello me da temor y esperanzas, temor por ti si no lo afrontas preparado, y esperanzas en mí de poder prepararte.

He guardado de la vida, en los anaqueles de mi alma, todas las "lides” que hasta aquí llevo libradas, perdedor en unas, airoso en otras, aplastado a veces pero no derrotado: No hablo, hijo mío, del cuerpo, sino del espíritu: Has de aprender conmigo -si Dios me da esa dicha- a distinguir los caminos que se abren ante ti, y has de librar tus ataduras de derroteros equívocos, aunando los senderos de nobleza y hombría de bien en el solo de corrección, y aquellos de ignominia y bajeza en el solo de incorrecto. Por el primero has de transitar, y si te toca enfrentar al segundo, que sea siempre para despejarlo ante todos con la rectitud de tu juicio. No confíes demasiado en tus fuerzas, acuérdate del poder de la Fe y súmala a tu entereza, que con ello reforzarás aquellas.

Aprende a valorar a los hombres no por la ostentación de sus poderes o tenencias, sino por la eficacia de sus obras y de sus actos, en el benefició que den a todos basado en la honestidad de su fin. No menosprecies a tu inferior ni disminuyas al caído; perdona a quien sin intención te ofende, pero sanciona a quien a sabiendas lo hace, sin mostrar ensañamiento ni rencor, sólo haciendo valer tus derechos. Ante la injusticia, ante quienes la esgriman o pretendan zaherirte, deja ver en tus actos la fuerza que resista y contrarreste sus intenciones.

No olvides, hijo mío, que sinónimo de vida es lucha: Lucha del hombre con la naturaleza, con sus congéneres, y consigo mismo; de todas, la más oculta es la más valedera; en las tuyas propias, si el desaliento pudiera apropiarse de ti, acude a tus reservas morales que siempre han de valerte en mucho.

Constante consulta a tu corazón, no dejes sólo obrar al cerebro; de esto último se materializa o envilece el Hombre, se apergaminan e impermeabilizan sus sentimientos. Más allá de a quienes te rodeen, debes acercarte a Dios como respaldo a tus flaquezas y aflicciones.

Pienso, hijo mío, que alguna vez leerás estas palabras, y es mi íntegro deseo que, si ya hubieran germinado semillas en tu alma, lo que aquí te escribo sirva para vitalizar las que brotan plenas de evangelio, y para marchitar y hacer morir las que desconocen esa voz; Con la contrición rescata tus errores, con la íntima satisfacción regocíjate en tus aciertos.