La orquesta arranca y, como hormigas entrajadas, la gente se abalanza sobre la pista. La imagen es muy parecida a la actual de las denominadas "Milongas”, lugares donde se aprende a bailar música ciudadana y a los salones donde se disputa el campeonato Mundial de Tango. El escenario hoy convoca al público de tango que danza al compás de grabaciones famosas. Antes, se bailaba con la presencia en vivo de las +orquestas típicas”, que compartían la música con las bandas que interpretaban música "bailable” (la más movidita, boleros, ritmos latinos, algo de aquel pop, etc.).
Cuando éramos pibes, había que ser muy guapo para cabecear a la chica que uno creía que lo miraba con ganas de bailar, porque el desaire solía ser muy duro. "No, gracias”, +estoy comprometida”, "por ahora no”, "no bailo”. Uno tenía derecho a pensar: +Si estás comprometida o no bailás, ¿qué haces aquí?”; pero para llegar a eso habíamos atravesado toda la pista y la vuelta era como el retorno de la guerra, el escarnio, las burlas o las miradas de los demás, que seguramente ni nos miraban.
Una vez saqué a bailar a una muchacha que, cuando se levantó del asiento, parecía que no se había levantado. Pero uno ya no podía retroceder; había que aguantar por lo menos dos bailes, dar un pretexto estúpido, volver con el rubor subido al alma y aguantar las cargadas.
He conocido pistas desde adentro y he imaginado otras desde afuera, porque éstas nos estaban vedadas a nuestra temprana edad. Entonces nos sentábamos en el cordón de la vereda a escuchar al artista de moda que se dignaba venir desde tan lejos, o al cómico al que no se le entendía un chiste desde el lugar de segunda que ocupábamos. Vi bailar, extasiado, a mis padres y sentir que los abrazos abarcadores de un tango de Canaro los unía. Vi a los +vocalistas” de célebres orquestas locales, con quienes -a los años- tuve oportunidad de compartir maravillado un escenario, y enterarme que no había lugar en el mundo con mayor magia y posibilidad de disfrute. Vi el lustre de fogatas de luna en pisos de mosaicos calcáreos blancos y negros. Vi el miguerío de los sánguches de mortadela o salame, pisoteado por la humanidad de gente simple que iba a buscar un momento de bien ganada felicidad. Vi a una señora gordita resbalar en el vértigo de una rumba, y llorar de vergüenza ante la crueldad de los demás.
Desde mis nostalgias de niño, atesoro la imagen paternal de don Salvador Catanzaro y aquella que, a los años, descubrí era una gran orquesta de tango. A Angelito Girardi y su bandoneón pura queja consolada en el cielo magistral de los Cadicamo, Discépolo o Gardel. Presencié el arrebato esplendoroso de milongas que exhalaban arrabales festivos de una Buenos Aires entonces lejana. Y, sorpresivamente, aún "se me pianta un lagrimón” cuando veo alguna pista alumbrada con hileras de focos que descuelgan la noche estrellada y que resiste los latidos imbatibles del pasado.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.