"A Don Jaime... lo veo caminar mansamente por atajos celestes, apuntando estrellas con su bastoncito...".

"¿Cómo anda, don Jaime?" Todavía conservo la voz de mi madre recibiendo a aquel viejecito delgadísimo y cordial que solía visitarnos algunos domingos y nos traía una enorme bolsa de papel madera repleta de caramelos de fruta ácidos, de todos colores, redondos como aquellas balitas que jugábamos con pasión en la troya de los campitos de tierra removida.


Era un tío más o menos lejano de mi papá, que se tomaba el trabajo de treparse al polvoriento línea 36, que enfilaba por calle de tierra hacia el entonces lejano Barrio Rivadavia, donde habitábamos aquella casita humilde post terremoto, la última de la calle principal, la que daba a las viñas de El Globo, donde en las tardecitas escuchábamos "las rondas de las muchachitas y nuestra soledad" y compartí "el sueño de mis padres jóvenes".


Por su parecido a mi padre, yo penaba que así sería mi padre cuando viejito. No pude comprobarlo, porque mi padre falleció muy joven. 


Don Jaime nos hablaba de bueyes perdidos. Mi madre lo escuchaba con alguna piedad, me parecía. Lo cierto es que este simple hombre de voz pequeñita (un susurro de brisa sobre los sauces) se tomaba el trabajo (¿quizá un gusto?) de venía a pasear su tremenda soledad y cruzar ideas sanas, gestos, sonidos y posiblemente sus últimos años en esas tardes aburridas de domingo, en un lejano barrio de casas de ladrillo, cocinas con fogones y techos de madera.


Aún conservo en el recuerdo, como tesoros del paladar de mis primeros años, el gusto agridulce y delicioso de sus enormes y restallantes caramelos que seguramente compraba con su escasa jubilación. Lo veo sentadito en silla de paja frente a mis padres, ojos claros, mirada infinita, algunos recuerdos de su infancia en el campo, y retirarse satisfecho de haber estado con alguien que lo escuchaba; esperar pacientemente el 36 en la esquina y volver a su casa donde la sombra de "su viejita" recientemente fallecida le perfumaba los días a veces inescrutables de la vejez.


¡Don Jaime! ¡Qué delicioso firmamento de estrellas de redondos caramelos que caen como fragante roció, acunará las noches de su ausencia! ¡Qué alboroto de grillos apenados será hoy el pasito firme y poético del bastoncito heredado de su abuelo donde afirmaba sus últimas jornadas! ¡Debe haber un cielo para la gente buena y la buena gente! Algo diferente al que se promete para los que sólo han sido seres humanos del montón. Como debe haber un cielo para los creadores y un rinconcito diáfano para los animales. 


Don Jaime: Lo veo caminar mansamente por atajos celestes, apuntando estrellas con su bastoncito y sembrando en la dulzura de la nostalgia redondos y cristalinos caramelos de fruta en campos donde sólo pueden construir la vida los niños.