Pocas veces nos detenemos a reflexionar sobre un pájaro enjaulado. No es mi intención conspirar contra ese extraño placer humano (que uno también ha tenido) de poseer pájaros encerrados.
Repasaba un poema que al respecto hiciera hace pocos años, y ratifico las sensaciones que en ese momento experimenté para escribirlo.
Me sigue doliendo que se condene a ese ser indefenso, nacido para el viento y la libertad más absoluta, a una prisión de pocos centímetros, a ser esclavo de nuestro placer. El tema es tan elemental como doloroso, porque es una arraigada costumbre tener pájaros cautivos en la casa, disfrutar de su belleza y su canto, una forma de procurarnos una maravillosa compañía, sin reparar en que sólo el prisionero paga el costo de ese placer.
Similar sensación he experimentado con los leones de nuestro Parque Faunístico. Hace un tiempo que no voy allí, y quisiera que eso haya cambiado. Entonces estaban recluidos en un receptáculo de pocos metros, donde era casi imposible moverse, cuando bien se los puede destinar a lugares mucho más amplios, sea en nuestro Parque o en otro.
Allí estaba el viejo guerrero, derrotado, gritándonos la desesperación del encierro con sus constantes movimientos hacia uno y otro lado, demandando la llave, el secreto de la libertad. El viejo león contiene en su sangre, como un registro de fuego, la memoria de las praderas donde es rey y profundamente emancipado; por eso este porfiar constante contra los barrotes y la incomprensión del hombre, como un reloj que constantemente atrasa, esta pesadilla permanente de reclamar el vuelo de sus piernas y su sangre, de buscarse en espejos de incomprensión, de buscar el arco iris tras la lluvia ciega de sus rejas, nos demuestra que somos capaces de asumir una condición ontológica inferior al propio ser silvestre.
Miro al león tras la reja, y siento que un disparo de impotencia le dice que sus patas ya no son para la libertad. Se le ha astillado el mundo en su tristeza, cruje en sangre buscando el sol por la ciega tarde de su encierro. Desde la vida, un carcelero le alcanza el cinismo del agua.
