La estatua remozada, lustrosa y triunfal copó el aire fresco de la mañana del febrero sanjuanino. Me sentí bien. El gesto de dar al prócer una mano de amor hermoseándole el sitio desde donde mira nostálgico a San Juan, me pareció valioso. Pero, a la mañana siguiente la historia se repitió: las palomas habían ensuciado nuevamente la testa de aquel que nos honra ante el mundo. Como un manotazo sombrío, nuevamente algo imprecisable se había puesto de espaldas a la luz, y había mostrado su cara absurda.

Este hombre singular que sigue (y por siempre seguirá) demandando con pasión una patria grande con fundamento primordial en la educación y el progreso, un día tuvo que tomar el camino del exilio, ese reiterado atajo que nuestro país se ha encargado de preservar -curiosamente- para los grandes; y del cual volvió triunfal, con la dignidad de la presidencia de la Nación como reconocimiento y súplica de perdón de tantos quienes no reconocían su postura de estadista de sangre y fuego.

Pero parece que las crónicas de los grandes hombres no cierran su parábola ni con las grandes recompensas de los pueblos, porque Sarmiento tiene que demostrar permanentemente que tenía razón. Las miserias acurrucadas con superficialidad y poco vuelo en críticas banales a sus frases apasionadas (casi todas las veces sacadas de contexto) tratan de golpear con poco convencimiento, pero con odio, en la estatura del enorme estadista.

Sarmiento es, generalmente, el blanco de sectores que se alimentan de parcialidades y las divisiones. Su enorme figura concentra miradas nostálgicas de historias de las que todo país se alimenta para crecer, pero que a otros les sirven de pretexto para seguir volando bajo, intolerando por lo bajo, dividiendo.

El maestro sigue sufriendo exilios de poca monta, pero enorme daño. Se lo combate por sus frases apasionadas, muchas veces mal interpretadas, como si un hombre debiera ser un ser infalible que, cuando se equivoca, todo lo positivo que hizo quede derogado. No podemos soslayar la deliberada y confrontativa ausencia del gobierno nacional en los festejos que pueblo y gobierno de la provincia le hicimos en el bicentenario de su natalicio. No se puede vivir de duelos y sanciones eternas, sobre todo si este hombre constantemente se esfuerza por construir, mediante el ejemplo de su obra monumental, amparado en una generosa y abarcativa visión de país, que mira con grandeza hacia el progreso y la sana convivencia.

Pero hay un exilio de Sarmiento que a los sanjuaninos debe convocarnos a reparar: ese inexplicable desencuentro con su estatua, que lo ha relegado a una extraña región donde los pájaros lo acosan y los sanjuaninos nada hacemos por defenderlo, ya que no hemos encontrado hasta ahora el modo de impedir que se la mancille, aunque se trate de la inocente actitud de palomas. No es razonable admitir que esto no tiene solución, bajar los brazos ante un hecho tan absurdo como mortificante.

He pensado varias veces sobre el tema. Se me ocurre (con un exclusivo propósito de aportar) que podría construirse una enorme y bella campana de cristal o material similar, que pueda ser aseada periódicamente, que preserve el monumento, y sea a la vez un motivo de orgullo para la provincia por su magnitud y originalidad. Cualquier otra solución también deberá ser bienvenida, pero jamás abandonar este impostergable deber. De este modo nos pondríamos a la altura de las circunstancias; trataríamos de evitar que las palomas puedan ensañarse con esa cabeza que pensó con extraordinario amor por muchas generaciones y para los tiempos; y, en una de esas, lograr que la campana sirva a la vez de símbolo para que las mezquindades fundadas en el rencor y los vuelos chatos no compliquen la grandeza de esa mirada lúcida y esa mano inagotable; para que este bendito país al que tanto le cuesta rescatar el sitio de los encuentros, de las ideas fuerza, por lo menos muestre desde San Juan un pronunciamiento contra lo que no debe ocurrir, un gesto noble en el sentido de la vida, una proclama por un futuro que merecemos.