Luminosa y apacible, en el fondo del largo pasillo de mosaicos blancos y negros romboidales, sentada en la cocinita humilde y mirando hacia la calle desde el mundo cristalino de sus ojos de glicinas, mi abuela me sonríe y agasaja al esperarme con su mate. 


La vida se lleva casi todo, las ruinas de aquel terremoto, los frentes antiguos de las casas pegaditos al cordón de las aceras, los baldíos desesperados de ausencia, las rondas de las muchachitas, el pregón del "negro Jiménez" publicitando de todo, los febreros de albahaca; todo, menos las voces que resuenan en corredores del alma, las miradas de los seres amados, los momentos amor y los de penas. Por estos lares, esa infusión esmeralda que de mano en mano une sentimientos e hilvana compañía, borda las tardes de hastío y le pone latidos a compañías o soledades compartidas.


Me ha tocado pasar por el ranchito más pobre de la tierra, pararme a preguntar por alguien que busco y un viejito de mirada llorosa y ropaje raído ofrecerme un mate. O estar en una tribuna y sentir que una señora que no conozco se inunda de candor porque le he pedido un mate. Así también me ha tocado tomar sin chistar un mate lavado que te alcanza alguien que con ese gesto te halaga, te abraza. En el manantial caliente de una bombilla que saca verdes para calentar el corazón, muchas tardes tristes se pueden pasar como si nada; acomodarse en el regazo de esa infusión criolla y noble que nos suele encender y así trasponer postas de la vida amarrados a algo tan simple como querible.


Busco en la calle Santa el largo pasillo donde mi abuela espera caer la nochecita mirando hacia el norte y no la encuentro. Pero es suficiente que me pare en algún peldaño de mi infancia y avance por el corredor de baldosones negros y blancos de la vieja casita modesta, para que todo vuelva alumbrarse. A un costado, el viejo horno de ladrillos que engalanaba las navidades; al otro, la pieza del Pento, saciada de soledades con rumores y más allá el taller de mi abuelo, donde la morsa amarra sueños para siempre, donde los martillos golpetean alguna vieja canción en el banco de pruebas. 


Lela: ¿no te queda algún matecito entre sus manos de ceniza? Si no es mucho pedir, ponele alguna hojita de ese cedrón enorme que esparce alegría al entrar a tu casa. Los claroscuros del pecho te lo agradecerán.