Acabo de escuchar por radio La Red, un comentario dicho como al pasar por el periodista especializado en tenis Guillermo Salatino, que me dejó pensando, sobre un tema que parece de nunca acabar. Recordó una anécdota, según él recopilada en su libro "’El séptimo game”, protagonizada hace unos años por el tandilense Guillermo Pérez Roldán. Este tenía apenas 18 años, cuando perdió la final de no sé qué campeonato, nada menos que frente al Nro. 1 del mundo en ese entonces, el "’checo” Iván Lendl. Cuenta Salatino que fue a felicitarlo a los vestuarios y lo encontró llorando. No era porque había perdido, a pesar de haber jugado un gran partido, sino porque su padre lo había abofeteado. Este, Raúl Pérez Roldán, refirió el periodista, fue uno de los propulsores de la gran escuela del tenis argentino que es Tandil, pero comenzó a hacer daño cuando sus hijos (Guillermo y Mariana) cumplieron 15 años. Ahí se fanatizó. A Mariana la malogró cuando le exigió que siguiera en la cancha a pesar de tremendos dolores en sus rodillas. "’Un Pérez Roldán nunca abandona el campo de juego”, le habría dicho. La chica siguió, ganó, pero no volvió a jugar nunca más.

El caso de este hombre no es el único, ni el último. El tema del deporte infantil y los padres, tiene dos aristas bien definidas. Por un lado, están aquellos que procuran el desarrollo integral y equilibrado de la personalidad de su hijo, y están los que lo hacen guiados por el propósito de tomarse revancha de las frustraciones que acaso les acarreó la vida. Y el límite es muy finito, como para saber hasta cuándo se puede tirar de la cuerda, sin caer en la perniciosa conducta de los progenitores convertidos en "’barras bravas” de sus propios hijos.

Es muy común observar la conducta agresiva para con árbitros, rivales, dirigentes, y hasta con otros padres, de estos hombres (o mujeres) que a la postre provocan una gran confusión en su heredero. Conforman un espectáculo lamentable, que parece no importarles dado el grado de furia con el cual exteriorizan su descontrolado estado de ánimo. Exigen, condicionan, instan a pisar la cabeza si es necesario, y llegan a amenazar a sus hijos con castigos físicos o sicológicos, si es que no logran triunfar. Es una situación terrible para éstos. He visto como lloran, y se avergüenzan, cuando ven a su progenitor en situaciones violentas, fuera de sí, en franca contradicción con el placer que debe buscarse en una puja deportiva.

Los especialistas son conscientes de la enorme importancia de los padres, en relación a la iniciación en el deporte de sus hijos. Encuentran en ellos un gran aliado en orden a la constancia en la preparación y el aprendizaje, de una práctica deportiva cualquiera. Pero deben informarles de sus límites, por ejemplo, en aceptar la función del entrenador, sin interferir en ella. No debe confrontar con las enseñanzas de aquél. Los padres deberán aprender a aceptar los éxitos o fracasos de sus hijos, conducta que luego se trasladará a éste, quien no se mortificará ante la lógica del juego donde unos ganan y otros pierden, sin que por ello vaya la vida. A medida que el hijo crezca, deberán dejarle que tome sus propias decisiones, aportando sus ideas, pero no cercenando las iniciativas que surgen del mismo joven. Hemos leído que en la escuela del Barcelona, que por algo ha llegado donde está, se prohíbe a los padres concurrir a los entrenamientos, por ejemplo, entre otras medidas tendientes a poner límites en la natural ansiedad de los progenitores por estar encima de las evoluciones del chico. Esto les quita presión, aprenden libremente los secretos del juego, y luego en la cancha hacen uso de su claridad mental y anímica, para resolver mejor los innumerables aspectos de la contienda. Es la única manera en que veremos deportistas bien formados, aliados del juego limpio, y sanamente entrenados de mente y cuerpo. Y que si no llegan a triunfar en el deporte, las conductas aprendidas le servirán, a no dudarlo, para su vida de relación y su natural correlato en una sociedad mejor.

(*) Periodista, escritor.