Capilla de Achango en el Departamento Iglesia.


En cualquier lugar del mundo podemos encontrar alguna respuesta al misterio de la vida, si amamos cualquiera de sus creaciones, desde la digna postura del hombre hasta una bella luciérnaga o un simple grano de trigo. Sin embargo, pareciera que la consagración de un templo, del culto o dimensión que fuere, es un lugar que nos provoca la llegada a las cosas trascendentes. Y creo que mientras más recóndito sea, mejor.


Los he visto entre jardines improvisados por manos humildes o perdidos entre yuyales, abandonados a cielos perdidos y lluvias, pero uno entra a esos ámbitos y parece que el alma es ayudada a ser más noble. 


Alguna de esas tardes que van cayendo al hombro de la vida para volver al alba oxidadas de lumbre, me encontré en una loma con la capillita de Achango, paraje de Las Flores, Iglesia; paredes de barro de un metro de espesor, revocadas con guano de cabra y tierra del lugar; el piso alfombrado con telares de la zona y a un costado la imagen de la Virgen del Carmen pintada al óleo y ataviada con corona de plata, almidones y manto. El silencio penetrante respeta historias mudas del pequeño cementerio recostado en el santuario. Allí hubo vida, rumores y niños que se han perdido en las polvorientas siestas de la historia. 


Viejos corrales nombran el tero y las acequias casi salvajes con voz de ovejas terrosas. Parece que allí Dios se ha quedado un instante a construir de nuevo el mundo, pero esta vez a partir de la humildad, para dejarnos la posta de convertirla en felicidad y no denigrarla. Guitarras tonaderas revolotean la tarde morada en acordes de tijeretas y mirlos. Por esos campos preñados de abandonos se han dejado estar al vicio la pureza y el amor silvestre. Todo parece inaugural, fresco, sin fronteras. 


Entro a alguno de esos templos, pequeños pretextos para estar solo con los grandes misterios, sitial adecuado para encontrar el cielo. Primitiva madera barnizada de bancos que en la noche se quejan de soledad, propone un descanso para encontrarnos con nosotros en esa inmensidad donde suelen reinar con simpleza el guanaco y la vizcacha. Entre ese desfiladero de rezos descifrados en piropos de zorzales se coronan las cumbres. Orgullosas, rosas de bronce se proclaman orgulloso campanario, desde donde ha de hamacarse el viento montaraz. Un Cristo pequeño aguarda en el fondo del saloncito; no es necesaria magnificencia allí. Ni el grito de la iviña es capaz de profanar tanta sencillez sagrada. 

Por Dr. Raúl De la Torre 
Abogado, escritor, compositor, intérprete