El lunes el presidente Mauricio Macri criticó al populismo. El miércoles se afilió a él. El jueves ensayó un término medio. Mañana, quién sabe. El terremoto por el que atraviesa la coalición gobernante después del resultado de las PASO, es sólo comparable con la bomba atómica que cayó en el centro del kirchnerismo el día que no pudieron ganarle a este "outsider" de la política partidaria. Eso fue entre 2015 y 2017, cuando el kirchnerismo y el peronismo perdieron desde la conducción del país y un territorio históricamente propio, como la provincia de Buenos Aires, hasta bancas en el Congreso. Hace poco menos de dos años atrás Macri era Súper Macri y Cristina Fernández era la personificación de la derrota, la culpable de todos los males; poco menos que nada. 22 meses después, los argentinos nos tomamos de la desfachatez que nos caracteriza para invertir los polos: hoy ella es el bien y él es el mal. Él es el perdedor y ella la estratega, la invencible. Esto no quiere decir que el macrismo tenga o no chances de revertir los resultados electorales de hace siete días. Quiere decir que los argentinos estamos pasando por una crisis política que podría quedar en los libros de historia, tal vez a tono con lo que ocurre en el resto del mundo. Desde 2017 en Francia, Austria y República Checa, los votantes prefirieron partidos vinculados a diferentes ramas de la derecha y la centro-derecha, desde liberales a conservadores. También en 2017, en EEUU resultó electo Donald Trump y Chile fue el último en sumarse a un cambio de signo que en los dos últimos años ya habían dado Argentina, Brasil, Perú y Guatemala. En el caso específico de Estados Unidos, sólo un escritor loco pudo haber imaginado que Trump se convertiría en el sucesor de Barack Obama. Más o menos lo mismo pasó en nuestro país con Cristina y Macri.


Dicen los especialistas que luego de períodos de romanticismo progresista, suele ocurrir que la gente elija opciones con políticas económicas más seguras, más "agraciadas" con el mercado mundial y los supuestos resultados rápidos. Y es que el fanatismo que despiertan los gobiernos de tono populista declina con la misma intensidad que aumentan los deterioros de los estados, saqueados para sostener esas estructuras populistas. En un planeta en crisis y con focos de conflicto latentes, esos gobiernos suelen sentir los cimbronazos con mayor intensidad, justamente gracias a esa caprichosa forma de utilizar los dineros de la población sin respetar la armonía y reglas de cualquier organización económica. Pensando en el ya en lugar de planificar largos plazos. Cuando el populismo aburre y defrauda, la gente se asusta y cambia. Castiga. Eso pudo haberle pasado al peronismo y a la Argentina toda entre 2015 y 2017. Pero claro, el problema es que esta otra opción, la del "liberalismo salvador", no fue precisamente una maravilla de la política mundial. Todos sabíamos que no podíamos pagar 200 pesos de luz o gas, pero eso no implica que podamos o queramos pagar los 2.000 o 10.000 pesos que nos obligó pagar el macrismo. Simplemente, no pudimos pagarlo. Eso fue lo que no entendió el macrismo. Y la gente reaccionó casi involuntariamente, como un reflejo del cuerpo ante una situación traumática. No hay mucha discusión cuando un padre no puede darle de comer a sus hijos. Ahí no hay ideologías, ni cuestionamientos éticos. Es simple: todo se reduce a la vida. Y esas personas, con esos problemas, aún son la mayoría de los votantes de este país. El presidente cambia cada día y esos cambios lo hacen enfrentarse incluso a sí mismo. Es Macri contra Macri.


Yo dije en un programa de radio hace ocho días que no había que subestimar al macrismo, porque ese espacio había logrado cierta pertenencia en los distritos más urbanos del país, pero me equivoqué. A Macri no lo votaron ni los que lo habían apoyado en las últimas dos elecciones. Y ese desplante podría convertirse en la prueba viviente de que el mundo reacciona por impulsos espasmódicos. El ánimo del momento es lo que más pesa en una decisión tan personal como el voto. Y como mucha gente no logra entender que al votar de alguna forma está planificando el resto de sus vidas y las de sus familias, lo toma como una obligación, una carga. Algo rápido que hay que hacer porque alguien obliga. Y es ahí donde aparece la coyuntura, el voto del momento, el castigo o la felicitación según nos dicte el bolsillo.

Problemas internos

¿Qué opción es mejor? Gane quien gane, el país que viene es de un peso muerto importante. El tejido social, es decir, las relaciones entre los que más tienen con los que menos tienen, está fracturada. Hoy quien tiene plata es porque la robó. Y el que no tiene es un vago que no quiere conseguir trabajo. Nada es totalmente así. Pocas cosas son totalitarias. Pero la lucha de poder entre el macrismo y el kirchnerismo nos ha empujado a profundizar las dicotomías que ya traíamos. Y en lo estrictamente administrativo, el Estado, el manejo de la cosa pública, está peor aún. Macri prometió adelgazar la burocracia, pero no lo logró. Tampoco el kirchnerismo. Y los ciudadanos aún somos de los países con mayores trabas para trabajar, para armar una empresa o para cumplir con las obligaciones del fisco. 


En ese escenario, ambos bandos -kirchnerismo y macrismo- tienen un gran lío interno que resolver. Arranquemos por el macrismo. Las medidas populistas que tomó el presidente/candidato para intentar salir del pozo le costarán al país 50.000 millones de pesos, más los cien millones de dólares de las reservas que usaron para controlar la histórica depreciación del peso. Para colmo esos anuncios de corte populista continuarán, seguramente, al ritmo de las encuestas y sin importar las consecuencias, el gradualismo, el FMI o el pensamiento de las cuatro o cinco señoras que apoyaron a Macri y su modelo en la Ciudad de Buenos Aires.


Esos planes oficiales para caerle mejor al electorado han generado roces internos que trascendieron a la opinión pública de la peor manera. Los cuestionamientos internos surgen porque ninguno está cómodo con lo que están haciendo, porque no es lo que prometieron hacer ni lo que saben hacer. Ministros y otros funcionarios empezaron a repartir rumores en los medios, buscando perjudicar la imagen de un colega y ponderando una venganza por encima del bien del conjunto. En ese ambiente indudablemente el más perjudicado fue Nicolás Dujovne, el jefe de Hacienda que ayer presentó la renuncia y se alejó del gobierno. Era lo más lógico. La gente reprobó la economía y el encargado de ese rubro era Dujovne. Pero es paradójico también, porque en mayo del año pasado el economista estuvo a cargo de nueve ministerios más, hasta que cuatro meses más tarde el presidente decidió bajar a la mitad de esos cargos, lo que licuó el poder que había logrado Dujovne. Ese superministro de hace sólo 15 meses, hoy ya es historia. Más adentro del gobierno señalan también a Marcos Peña como el culpable de todos los males del gobierno nacional. Un poco por una supuesta soberbia personal, y otro poco porque habrá más de uno que aprovechará el momento para erosionar la figura del ministro coordinador de Macri. Todas estas heridas quedarán aun si Macri gana la elección. El Presidente quedará obligado a rearmar sus filas.


¿Y el kirchnerismo? Es otro verdadero lío, con escenario distinto al macrismo, pero lío al fin. De movida el poder estará repartido. Por un lado, si es que gana por supuesto, Alberto Fernández tendrá la conducción institucional, pero la fortaleza política quedará en manos de Cristina Fernández. La expresidenta armó las listas de candidatos a diputados con La Cámpora como protagonista absoluto, tomando casi por asalto y sigilosamente parte del poder. Siempre bajo la hipótesis de que haya algún enfrentamiento, al menos subterráneo, entre la expresidenta y Alberto. En ese escenario al exjefe de Gabinete de Néstor Kirchner sólo le quedarán los gobernadores y su capacidad para trabar acuerdos con partidos políticos más chicos o dirigentes del peronismo no K. Los mandatarios provinciales le pueden garantizar el Senado, pero no la Cámara de Diputados de la Nación. Uno de los gobernadores que pasó por la oficina de Fernández esta semana fue el sanjuanino Sergio Uñac. Cerca del pocitano aseguran que la relación de uno y otro viene de hace algunos meses, que hubo contactos mutuos cuando aún no se había definido nada y que les quedó pendiente una reunión. También aseguran que San Juan es una de las pocas provincias que le garantizan estabilidad a Alberto. Piensan que, junto al entrerriano Gustavo Bordet, el sanjuanino está en el lote de los mandatarios "racionales". Tal vez por eso Uñac se animó a postular a su ministro de Minería, Alberto Hensel, como autoridad nacional de esa materia si es que Fernández obtiene finalmente la Presidencia de la República. Ese dato fue publicado por este diario hace unos días nada más, pero fue replicada en el búnker de Fernández varias veces. "No respondieron, pero tomaron nota", le dijo a este diario un dirigen peronista muy cercano al gobernador sanjuanino. Todo indica que el perfil de Uñac es parecido al de Alberto: hábiles en el diálogo y atentos a los tiempos. Y ambos tendrán la gestión a cuestas, lo que les deja poco tiempo y espacio para dedicarse a los contubernios de la política subterránea. Todas las señales indican que tendrán buena relación, pero todo está por verse. Por ahora el sanjuanino estuvo casi una hora con el porteño, coincidiendo -o no- en políticas y estrategias. El gobernador tiene que viajar más seguido a Capital Federal, aunque a una porción de los sanjuaninos no les guste. Tiene por delante un montón de posibilidades nuevas, un escenario algo más favorable que el que tuvo desde 2015, pero todo dependerá de su capacidad.